Uno de los autores más importantes de la historia de la literatura prospectiva falleció en su casa, víctima de la prolongada enfermedad que se reflejaba en su autobiografía recientemente publicada por Mondadori, y que tenía un carácter testamentario.
Me permito recuperar el perfil sobre el autor que escribí hace unos años, para abrir boca de los -supongo- muchos comentarios que surgirán en la red en los próximos días sobre esta figura descomunal, inabarcable, quizá el mejor analista de las inquietudes del hombre contemporáneo con el que ha contado la literatura.
En un sentido superficial, mi breve encuentro con J.G. Ballard fue para mí una decepción, pero cuando lo analicé fríamente, me di cuenta que todo tenía una extraña lógica.
Porque Ballard parece, en resumen, el individuo siniestro que hay en cualquiera de las oficinas en las que trabajamos. El raro. Ese tío que habla ocasionalmente, y que cuando lo hace, suelta una marcianada que deja tras de sí un silencio y las miradas cómplices entre los restantes habitantes del lugar, prometiéndose un comentario amplio en el posterior café, al que el raro no concurrirá porque cree que tomar café enturbia sus sentidos, su madre se lo prohibe o cualquier disparate similar.
Mi encuentro con Ballard se produjo en una de sus visitas a España para presentar un libro, concretamente "Fuga al paraíso", el que sacó con Emecé después de que, en uno de sus ataques de ballardianidad, rompiera con Porrúa, y llegara a publicar un cuento en el que aparecía un ángel malo llamado Porrúa. La cosa tiene su miga, por cuanto Ballard mantenía una excelente relación personal con Paco y había llegado a recurrir al editor de Minotauro incluso en una situación de escasez económica; esa fue la razón por la que en Minotauro Argentina aparecieron unas ediciones de sus antologías y en España otras, no sé cuáles las inglesas y cuáles las americanas, con los mismos relatos agrupados de maneras diferentes. Para echarle un cable económicamente, Porrúa pagó de nuevo para comprar esas antologías cuyos cuentos ya había publicado, pero con otros títulos.
Años después, Porrúa me explicaría que no le había extrañado ni la ruptura de Ballard ni su posterior retorno cuando con Emecé las cosas no fueron como le había prometido su agente. Paco me contó una visita que hizo a la casa de Ballard, en un suburbio londinense. La televisión estaba sintonizada en un canal muerto, con los parásitos como el cielo de Gibson. Había algunas botellas de whisky medio vacías por el suelo. Ballard, en ocasiones, dejaba de prestarle atención durante su conversación y se ponía a hacer otra cosa. A la hora del almuerzo, los Ballard se sentaron a la mesa y no le preguntaron a Paco si quería unirse a ellos, dando por entendido que seguiría sentado en el sofá, o bien se marcharía, o Dios sabe qué. Paco, lógicamente, decidió marcharse a almorzar por su cuenta y volver después.
Volvamos a mi historia. Cuando me encontré con Ballard, corría 1995, me pareció un hombre bastante machacado. Yo no he sido nunca un gran observador para el tema de la ropa, pero era obvio que o bien vestía de saldo o bien hacía años que no se compraba ropa nueva. Además debía haber adelgazado, por lo que en particular la chaqueta de pana le quedaba extrañamente holgada. Era uno de esos calvos que se dejan guedejas de pelo largo atrás y en los lados, lo que junto a sus ojos de mirada nerviosa, le daban un notorio aspecto de iluminado. Cuando hacía un comentario malintencionado, algo frecuente, se reía con carcajadas cortas y bruscas, y enseñaba unos dientes algo sucios de nicotina. En fin, un panorama.
La entrevista no fue precisamente productiva. Él estaba cansado por haber hecho varias previamente el mismo día, y el hecho de que yo le preguntara por temas que no aparecían en el dossier de prensa, lejos de motivarle, parecía ponerle incómodo ante la necesidad de ofrecer respuestas no estereotipadas, y con frecuencia se iba por los cerros de Úbeda. Por lo que me han comentado posteriormente otras personas que le conocen, como Marcial Souto, era una etapa especialmente chunga de su trayectoria vital; de hecho, se nota en su obra, que luego cobró un nuevo impulso con la trilogía de desastres cotidianos de finales de la década.
Al salir, hice una cosa tonta, que me avergüenza relatar pero que añado para que conste que todos tenemos nuestros momentos de memez friki. Le pedí que se hiciera una foto conmigo. El se rió de esa manera extraña suya y me agarró del hombro con familiaridad, diciendo: "Ah, da gusto encontrar buenos amigos". El fotógrafo del periódico -entonces trabajaba en Diario 16-, amablemente, nos retrató para la posteridad a la salida del British Council. Sin embargo, al rato, me sentía tan avergonzado que nunca le pedí la foto, y no la tengo. Estén donde estén los viejos archivos del Diario, ahí habrá un negativo con la imagen de un Julián veinteañero, algo flipado, al que James Graham Ballard, uno de los escritores míticos de su juventud, agarra con entusiasmo mal fingido, como de quien intenta pasar por borracho.
¿Por qué digo que todo esto tiene su extraña lógica? Es obvio que la visión de Ballard de nuestra sociedad es diferente a la de todos nosotros, que es capaz de percibir en ella retazos de incoherencia con una mirada limpia de los convencionalismos que nos contaminan a todos. Sólo un excéntrico, sólo alguien al margen de las normas, podría haber enhebrado la extraña lógica de los relatos de "Exhibición de atrocidades", o entrevisto la profunda verdad oculta en las posibilidades de "La isla de cemento" o la reciente "Milenio negro". Sólo un tío raro, el tío raro de la oficina, que no está loco sino que se niega a plegarse a nuestras verdades asumidas. Como Ballard.
Amén.
Por lo que cuenta Julián, Ballard podría tener el aspecto de un iluminado pero su inconformismo sirvió de iluminación para muchos. Me pregunto si el desastrado astronauta que se gana unos dólares relatando sus (ficticias) vivencias a turistas que describe en «El hombre que caminó sobre la luna» (publicado en su última antología inédita, «Fiebre de guerra», excelente y que a todos recomiendo) no será en realidad el propio Ballard ganándose la vida relatando sus ficciones para nosotros, turistas de la vida.
Descanse en paz el hombre, porque su memoria permanece entre nosotros.
Comparto la visión de Ballard que relatas al final del texto; y me da que se acerca mucho a la que el propio Ballard tenía de sí mismo, tal y como se puede leer en «Milagros de vida». Uno de los pocos escritores de ciencia ficción que se puede decir que ha conseguido no ya crear su propio estilo sino transmitir una visión del mundo genuina.
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Tu artículo me ha recordado la presentación de «Fuga al paraíso» en el Fnac en y aquel personaje extraño y que después aprendí a admirar su literatura.
DEP