Cuando se hace referencia a la Edad de Oro de las series de televisión que podríamos estar viviendo en los últimos años, generalmente se hace referencia casi de manera exclusiva a la producción estadounidense. Pero Gran Bretaña, por su parte, continúa con la tradición venerable que nos ofreció joyas como Yo, Claudio o Retorno a Brideshead. Eso sí, como entonces, casi siempre con miniseries, es decir, programas con una duración limitada y conocida de antemano, independiente de la audiencia, lo que posiblemente vaya en detrimento de su popularidad o de la creación de un núcleo de seguidores, pero que por otra parte redunda en una satisfactoria concreción argumental, frente a las vueltas a las que se ven obligadas las series estadounidenses de duración incierta.
En un par de ocasiones en los últimos tiempos, que yo conozca, han producido series de género prospectivo. De una de ellas, Dead Set, una excelente miniserie sobre una plaga zombi de apenas cinco episodios, habrá que hablar en su momento. Ahora quiero comentar Jekyll, aggiornamiento del clásico de Robert Louis Stevenson en seis episodios de cincuenta minutos, ejecutada con brillantez por el escocés Steven Moffatt, que por cierto está escribiendo los guiones de Tintín para Steven Spielberg y se hará cargo a partir del próximo año de Doctor Who.
En resumidas cuentas, Jekyll presenta el progresivo despertar de la personalidad Hyde en la vida del doctor Tom Jackman, del que pronto averiguaremos que se trata de un descendiente de Henry Jekyll, que tuvo una existencia real reflejada parcialmente en la novela de Stevenson. Cuando comienza la acción, in media res, Jackman y Hyde han llegado a una suerte de acuerdo para compartir el cuerpo, comunicándose por medio de una grabadora y una secretaria común. Jackman ha impuesto a Hyde restricciones claras: se entregará a la policía si se produce un asesinato, y se ha separado de su familia –que oculta a Hyde- para protegerles. Por supuesto, los sucesivos capítulos tratan de la evolución en la relación entre las dos personalidades del protagonista, y su eventual ruptura.
La serie mantiene algunos de los elementos temáticos que hicieron del original literario una obra arquetípica en la literatura universal: el conflicto interior, la constatación del lado oscuro presente en el ser humano, la hipocresía frente a los convencionalismos que Hyde rompe sin remordimientos, dosis de tensión más que de terror. Sin embargo, también hay detalles que suponen una evolución interesante, puesto que se apuntan detalles prospectivos adicionales y totalmente distintos acerca del origen y la condición de Hyde, y se añaden elementos de género al tratarse sobre clonación o megacorporaciones.
El entusiasmo que despierta Jekyll en sus primeros episodios descansa sólidamente en el trabajo modélico que realiza James Nesbitt en el doble rol de Jackman y Hyde. Con un maquillaje liviano, pero sobre todo gracias a un trabajo actoral formidable, Nesbitt se transmuta de forma verosímil y reconocible, flirteando con el exceso en el que incurriría cualquier aspirante al Oscar de medio pelo pero sin caer en él casi nunca. La inquietud que despierta la serie reposa decisivamente en el hecho manifiesto de que Nesbitt es ambas personas, que apenas necesita apoyo externo para transmutarse del padre de familia esforzado a ese “otro” en verdad amenazador. La realización, casi siempre sutil, esconde la violencia de Hyde con acierto e incrementa el desasosiego. El resto del reparto acompaña en la nota alta, salvo por algún error puntual de casting –en particular, la elección como sufrida enfermera de la bella Michelle Ryan, excesivamente llamativa para el carácter de su personaje-.
Sin embargo, Jekyll acaba por sucumbir a los mismos problemas de buena parte de las series de televisión recientes. Sus planteamientos demasiado ambiciosos –Hyde termina por ser el corazón de una conspiración de carácter planetario- no consiguen cerrarse de forma satisfactoria. Los episodios finales, aún trufados de ocasionales aciertos –antológicos los cuatro primeros minutos del último-, intentan poner parches a una historia que termina por naufragar completamente, repleta de detalles sin sentido. Pero el balance es positivo, y Jekyll puede juzgarse favorablemente tanto como diversión palomitera, como en su aspiración de actualizar un mito universal. En el reducido territorio de las miniseries de ciencia ficción, disputa la primacía con la tampoco muy celebrada La habitación perdida, también digna de encomio.
Me apunto La Habitación Perdida :)
A mí Jekyll me pareció más o menos lo que a ti, y la disfruté mucho incluso a pesar de los trucos argumentales traídos por los pelos.
No sé si será una percepción personal, pero las series inglesas tienden a parecerme mejores que los «monstruos yanquis», tal vez precisamente porque al estar tan condensadas cuentan una historia que empieza y acaba, sin necesidad de estirar el chicle innecesariamente. Y en el caso de la comedia, supongo que esa misma falta de capítulos hace que los chistes sean mejores (para poder pasar la criba). Me apuntaré Jekyll.
La habitación perdida tiene una premisa muy interesante, una ejecución bastante buena, pero no me terminó de matar del todo. La vi poco y mal cuando la echaron por Cuatro, con los cortes y demás, supongo que en VO y del tirón gana bastante.
La serie se sustenta en el fenomenal trabajo de James Nesbitt y en un guión casi impecable, aunque a veces empacha tanta vuelta de tuerca. El final del último capítulo es una chorrada monumental y desluce un tanto el balance de la serie, pero en general es una muy buena mini serie. Cuesta decidirse por cuál es el momento más memorable, aunque me decanto por la aparición estelar de Robert Louis Stevenson.