Lo elegí por ser el árbol más alto y apartado de la colina situada al este de mi cabaña. Cada mañana, con el cuenco de leche caliente en la mano, salía y veía como el sol iluminaba mi árbol momentos antes de que llegase el amanecer al valle.
Entre sus raíces enterré cada uno de mis cinco hijos que ya nacieron muertos. El día que mi mujer se acostó con Otto, degollé a los dos y los enterré allí. Cuando vinieron a preguntarme si sabía dónde estaban, afirmé con tristeza que se habían marchado juntos por siempre. Tenía la mirada perdida y observaba la colina. Todos me dieron el pésame.
Mi vecino amenazó con robarme parte de mis tierras, atravesé sus tripas con el rastrillo y violé y maté su mujer. Fue una noche de lluvia y viento en la que las nubes corrían entre las montañas como si huyesen de los demonios del norte. La lluvia bendijo mi acción y no cesó en días, algunas casas se hundieron bajo el peso del agua; la mía, fuerte y protegida por los dioses, aguantó.
Los años no trajeron más alegrías, sólo pesar y nostalgia. La repetitiva acción de mirar arriba cada día.
-¿Qué miras? –preguntó la joven que me dieron unos familiares cuando mi salud mermó.
-El lugar en que acabaremos –contesté. El viento movió las ramas del árbol como si dijesen “Ven, ven”. Ella, por supuesto, no me entendió. Sería mi penúltima víctima.
Cuando subimos junto al árbol, lo hicimos igual que los jóvenes, con cesta y una manta en la que sentarnos. Cada año me costaba más subir. Comimos fruta y bebimos leche mientras dejaba que hablase todo lo que le apeteciese. Cuando yo muriese volvería a casa, donde estaba prometida a un hombre, decía. Sólo calló cuando el veneno la durmió, cayendo sobre mí, con la cabeza en mi pierna. Abrí su garganta con una pequeña y afilada piedra que utilizaba para arrancar la piel de los animales.
Acaricié su frente mientras su respiración se ralentizaba para terminar por desaparecer.
Creo que llegó a quererme como una hija lo hace a su padre. Lamento no haber aprendido a amar a los demás, fue culpa de mis padres, ojalá los hubiese podido enterrar con los demás
Ahora que mis manos no sirven para nada, que me quedan pocos amaneceres por observar, tengo que subir. No moriré entre lamentos, agonizando y defecándome encima. Cumpliré mi deber con los dioses como lo hice siempre. Subiré la colina y me ahorcaré en una rama orientada al oeste, desde la que pueda ver todo el valle.
Quizás mañana, cuando esté colgando del árbol, disfrutando mis últimas bocanadas de aire, me vea en la cabaña, con el cuenco de leche, esperando el amanecer..