Hay algo aún peor que una mala novela y es una novela decepcionante. La primera es disculpable: no le puedes pedir a un niño de educación infantil que escriba una redacción de nivel universitario y mucho menos con el estilo de una crónica periodística. Pero la segunda deja muy mal sabor de boca ya que, como reza la escueta definición de la Real Academia Española de la Lengua, “no responde a lo que se esperaba”.
Empecé a leer FlashForward/la novela, porque soy uno de los damnificados que se engancharon a FlashForward/la serie, y me molestó sobremanera que me dejaran a medias con la sorprendente suspensión de la temporada televisiva y los consiguientes múltiples rumores sobre su incierta continuidad. A pesar de los llamativos altibajos de la versión audiovisual y su más que mejorable dirección de actores, me parecía una historia interesante y llena de posibilidades (¡y llamativa incluso para los no aficionados al género!) y lo cierto es que no entendí el porqué de su deriva, a no ser que los guionistas nunca lo hayan tenido tan claro como se ufanaban los productores.
Por lo general, prefiero leer un libro antes de ver su adaptación al cine o a la televisión, pero si sucede al revés tampoco suelo leer el texto original hasta que he terminado de digerir su traducción en imágenes. Así que opté por dejar en el rincón a Sawyer, quien había aparecido en mi hogar como parte del botín navideño recolectado en casa de algunos familiares, a la espera de terminar al menos con la primera temporada del FF televisivo. Al suspenderse la serie y viendo que las cosas no pintan bien para el futuro, reconsideré mi decisión y me puse manos a la obra (a la obra original). Quería resolver muchas incógnitas, como el de la fotografía aérea de las extrañas construcciones en el Sudán.
La primera sorpresa me la llevé al comprobar que esas construcciones televisivas no existían en el texto de Sawyer, quien sitúa el meollo de la cuestión en… (vaya, podía haberlo sabido antes de publicar mi última columna de “Hal 9 Mil 2” el pasado mes de enero) ¡el gran colisionador de hadrones del laboratorio de partículas del CERN! Es precisamente la coincidencia de un experimento en este laboratorio, que en el momento en el que fue publicada la novela en 2001 aún estaba en fase de construcción, con cierto bombardeo de partículas espaciales que sufre la Tierra lo que provoca la situación en torno a la cual gira toda la historia: un “cortocircuito” mental de la humanidad en el que durante un breve espacio de tiempo cada persona salta 21 años hacia delante en el tiempo (sólo seis meses en la novela) y se contempla a sí misma haciendo algo concreto en la misma fecha a la misma hora. Las revelaciones obtenidas durante un minuto y cuarenta y tres segundos (dos minutos y diecisiete segundos en la versión televisiva) marcarán a la mayoría de las personas y les forzará a actuar de una u otra manera.
Aunque la novela explora las reacciones e investigaciones personales de los principales personajes implicados en el FF, resulta monótona en comparación con el carácter coral de la serie, mucho más rica a la hora de describir la evolución de diferentes estados de ánimo en su mayor elenco de protagonistas que, además, poseen en general vidas más interesantes. Los dos protagonistas en el texto original son el físico de partículas Lloyd Simcoe, un tipo previsible y aburrido como buen canadiense que es, y su colega y ayudante el físico griego Theo Procopides, más avispado y gran profesional pero igual de desubicado emocionalmente. Simcoe está prometido con Michiko, una investigadora japonesa, cuya hija muere durante el fenómeno atropellada por un coche sin control lo que, además de generarle un forzado sentimiento de culpa que vive sólo a nivel intelectual, pone en peligro su relación sentimental; sobre todo, teniendo en cuenta que en su visión del futuro se encontraba con otra mujer y además no oriental sino blanca. En cuanto a Procopides, él no tuvo visión: simplemente se desmayó pero no llegó a captar nada más que oscuridad, lo que significa que en esa fecha del futuro ya estará muerto. No sólo eso sino que, como pronto se revelerá, habrá sido asesinado. Como es lógico, semejante noticia le conmociona y se pasa el resto de la novela intentando resolver el caso de su propio crimen.
Para intentar comprender el fenómeno, Simcoe y Procopides crean el Proyecto Mosaico a través de internet, de manera que todo aquél que lo desee puede dejar un detallado relato de sus visiones que ayude así a conformar una imagen lo más perfecta posible de cómo será el mundo 21 años más tarde. Además, los protagonistas luchan para que la ONU dé el visto bueno a un intento de repetir el experimento, para saber más acerca del mundo del futuro, pero en esta ocasión previo aviso a nivel mundial para evitar catástrofes como las que se produjeron la primera vez cuando nadie estaba advertido de lo que iba a ocurrir. Al final, el experimento se repite realmente y ello le permite a Sawyer desbarrar un poco, tratando de imitar en parte a 2001, una odisea del espacio: mejor hubiera sido que nos quedáramos con la incógnita de si lograban el permiso o no.
En la serie televisiva, ambos físicos son sustituidos por dos agentes del FBI, que son los creadores del Proyecto Mosaico: Mark Benford y Demetri Noh y que, pese a su oficio diferente y a su entorno particular, están bien calcados del libro. Benford va de duro y profesional pero en el fondo es más blando que un flan Duhl. Noh es un hombre obsesionado con su destino y ciego a todo lo demás. En la serie televisiva aparece también Simcoe, pero su socio no es griego y no está muy claro cuál ha sido el experimento en el que han participado (las dichosas construcciones de Sudán, imagino).
Ah, por supuesto, y si alguien lo había dudado, el gran tema de fondo de toda la historia es el mismo que el de cualquier argumento con viaje en el tiempo incluido. Es decir: ¿podríamos cambiar el futuro si supiéramos de alguna forma lo que va a suceder? ¿Y cómo influiría eso en el resto de acontecimientos tanto pasados como presentes?
Con todos estos mimbres, la novela se lee rápido, pues está escrita correcta y linealmente y además disfruta de una buena edición (con el “gancho” de los personajes televisivos, que luego no aparecen en sus páginas, tanto en la portada como en la contraportada). Sin embargo, queda el desagradable poso de que Sawyer ha desperdiciado una idea que podría haber dado mucho más de sí.
Y, esto es ya una apreciación muy personal, uno de los defectos para mí más irritantes de Robert J. Sawyer (según la solapa del libro, “el autor de género más estudiado en las universidades estadounidenses en la actualidad”) radica en el constante uso de tópicos y estereotipos, tan querido por los escritores norteamericanos de best sellers y que destruye la credibilidad general de la historia. Esas cenas con queso y vino sólo porque el protagonista vive en Francia (y se ve que no hay otra cosa que comer allí), ese funcionario alemán que por el hecho de ser alemán es torpe y lento y obedece órdenes respondiendo Jawohl de forma militar (y no le describe haciendo chistes sobre judíos no sé por qué), esa preocupación porque su relación con Michiko desemboque en un matrimonio interracial perfecto como en las películas (oh, dioses, ¿estaré a la altura de lo que el multiculturalismo de lo políticamente correcto exige de mí?)…
Lo del queso y el vino es un absoluto cachondeo en el best-seller. Yo también lo había notado en el bestseller de Dan Simmons «El bisturí de Darwin», donde sus protagonistas dan muestra de su gran cultura ejerciendo de puros provincianos.
Na, lo malo de Sawyer son sus recursos melodramáticos. A veces funcionan muy bien (en «Hélice»), pero normalmente es puro explotation lacrimal.
¿no será que por «cheese and wine» podemos interpretar «comer de tapeo»?
Creo que lo de especificar contínuamente que es francés el queso y francés el vino da una pista de que no se refiere a eso…