Si uno acude a alguna enciclopedia o historia de la ciencia ficción no es raro que se tope con el nombre de Maurice Renard, un autor francés del primer tercio del siglo XX que gozó de gran fama en su época y que hoy en día está casi totalmente olvidado. Y digo casi porque Renard fue el autor de Las manos de Orlac, una novela que inspiró una serie de películas clásicas de terror cuyo recuerdo aún perdura entre los aficionados y cuyo tema (las manos de un asesino transplantadas a un pacífico pianista intentan volver a sus antiguos hábitos) se ha convertido en un tópico de la cultura popular. El caso es que Renard debió ser un hombre de gran imaginación e inventiva; en sus muchas novelas y relatos presentó en sociedad temas luego usados profusamente por la ciencia ficción clásica como la clonación, los extraterrestres superiores a los humanos a los que consideran animales carentes de razón, el cristal lento (luego usado por Bob Shaw y por Arthur C. Clarke y Stephen Baxter), el viaje a universos sub-atómicos, los cyborgs, etc.
Desde luego, semejante curriculum despierta la curiosidad de cualquiera, pero intentar acceder a la obra de Renard es misión imposible. Aunque existen ediciones españolas de su obra de los años 20 y 30 no había ninguna reimpresión moderna de sus trabajos, ni siquiera de Las manos de Orlac, hasta que en 2007 Valdemar (¡cómo no!) presentó El Doctor Lerne. Imitador de Dios (1908), la primera novela de Renard. Y visto lo visto sólo puedo esperar que se sigan editando el resto de la obra de este francés alocado y maravilloso porque este libro es una auténtica bomba. Basado en La isla del Doctor Moreau de Wells (por quien Renardd profesaba gran admiración, sólo similar a su desdén hacia Verne), hay que decir rápidamente que cualquier parecido con la obra del británico es mera coincidencia. Las características del autor francés son, desde luego, abrumadoramente diferentes a las de la ciencia ficción anglosajona.
Renard parte, más bien, del folletín clásico galo, con una gotas justas de Decadentismo (Viliers de L’Isle-Adam principalmente), y un mucho de novela policiaca a lo LeBlanc o Leroux. Todo ello mezclado con una potente imaginación y una perturbadora facilidad para la creación de imágenes absurdas, oníricas y poderosas, dignas del surrealismo más desbordado, que le entroncan directamente con las vanguardias (no en vano, Apollinaire y Marinetti fueron fans de esta novela).
La historia es sí tiene un inicio cercano a la novela de misterio. Un sobrino algo tarambana sorprendido por los cambios en la personalidad de su tío, el doctor Lerne del título, auténtico prototipo del científico loco más pulp, decide investigarle ya que sospecha que algo raro ocurre. Y una ambientación deudora de la novela gótica, con un palacete semirruinoso, ubicado en un lejano bosque, aislado y lleno de laboratorios delirantes y habitaciones en las que es mejor no entrar. Pero, rápidamente, la novela da un giro hacia la ciencia ficción (o lo científico maravilloso en palabras del propio Renard) y, en concreto, hacia el tema de los experimentos biológicos (de ahí la influencia del Moreau de Wells). Es cierto que, a día de hoy, las descripciones de las investigaciones del Doctor Lerne suenan a algo muy viejo (esos transplantes de cerebros de un animal a otro…), pero no es menos cierto que el momento cumbre del libro es la descripción de los espantos que encierra el laboratorio del palacete, un auténtico catálogo de horrores tan repulsivos como fascinantes, tan asombrosos como perturbadores. Improbables, desde luego, acientíficos, por supuesto, pero más de un buen escritor de ciencia ficción hubiese dado un brazo por haber escrito ese magistral capítulo cercano al surrealismo.
A partir de cierto punto, la novela se convierte en una aventura de ritmo endiablado, llena de sorpresas, tremendos descubrimientos y giros y más giros a cual más descabellado y delirante. Quizá ese tono de grand guiñol del final del libro pueda molestar a más de uno, en especial cuando la historia abandona sus cauces más o menos cientificistas y desemboca en una conclusión claramente fantástica. Personalmente me ha parecido coherente con las ideas estéticas de Renard y con la forma de escribir ciencia ficción de su época, y no deja de tener más de un punto en común con la corriente actual llamada new weird. En cualquier caso, Renard puede ser algo incoherente en sus premisas científicas pero, a cambio, es terriblemente divertido y refrescante. Sin olvidar que el libro posee un erotismo un tanto viciado que es imposible descubrir ya no en la ciencia ficción anglosajona de su época si no siquiera en la de cincuenta años después.
Renard es, por tanto, una especie de eslabón perdido entre H. G. Wells y el pulp de los años 30. Un eslabón imposible, ya que escribe mucho mejor que los autores pulp norteamericanos y es poco probable que estos le conociesen. Pero, curiosamente, encaja de una forma bastante congruente entre ambos mundos.
A la espera de que alguien se anima a seguir publicando a este autor, al que sólo puedo calificar de imprescindible, animo a cualquier lector a hacerse con un ejemplar de este El Doctor Lerne, magníficamente editado por Valdemar (y a un buen precio), estupendamente traducido por Rebeca Le Rumeur y con el añadido de una interesante introducción de Jesús Palacios, ideal para conocer a fondo la figura de Renard que, además, es un personal ajuste de cuentas de su autor con la dictadura de lo anglosajón en la cultura popular.
En fin, háganme caso, Renard merece la pena y esta novela da sopas con hondas a la mayoría de las que se están escribiendo en anglosajonia. Así que compren el libro, conseguirán dos cosas: disfrutar como enanos y, a lo mejor, convencer a la editorial de que merece la pena seguir con Renard. Así podremos gozar de todos esos inéditos que, con sólo leer sus sinopsis, ponen los dientes largos al aficionado más templado.