Cuatro autores, cuatro relatos

Es ya un lugar común referirse a los años noventa como la década dorada de los relatos de ciencia ficción española. No insistiremos en la supuesta veracidad de esta etiqueta, dado que este no es ni el lugar ni el momento, pero resulta indudable que la confluencia de una serie de circunstancias hizo posible que el género adquiriera un impulso que, en mayor o menor medida, se ha mantenido hasta la fecha presente. El surgimiento de fanzines y revistas, así como las convocatorias de premios, el auge de internet y la segunda etapa de las HispaCones conformaron un fándom activo e inquieto, lo que llevó aparejado un aumento en la cantidad y calidad de los relatos de ciencia ficción autóctonos. Muchos de los autores que comenzaron a publicar en aquella época se mantienen activos hoy en día; otros se han quedado en el camino, y algunos ya no están con nosotros. Sea como fuere, la ciencia ficción española, en formato breve, vivió momentos más que interesantes. El reflejo más ajustado, exhaustivo y veraz de este boom sigue siendo la Antología de la ciencia ficción española. 1982-2002, recopilada por Julián Díez y editada y saldada por Minotauro. El lector inquieto también podrá encontrar de su gusto otra antología que se solapa parcialmente con aquella: Cuentos de ciencia ficción, seleccionada por Miquel Barceló y Pedro Jorge, y editada por Bígaro.

La selección de Julián Díez fue impecable aunque, como es lógico, solo incluía un relato por autor, y no daba cabida a todos los responsables del boom de la ciencia ficción española de los años noventa. Consciente de ello, Julián incluía abundantes referencias bibliográficas en el ensayo introductorio y en el listado final de recomendaciones. En total, entre los relatos incluidos en la antología y las recomendaciones finales, aparecían unos ochenta títulos de ciencia ficción española intra fándom que podríamos considerar, como mínimo, dignos. El tiempo ha sido relativamente generoso con bastantes de ellos, que se dejan releer con un toque entre tierno y nostálgico, sí, pero también los hace aptos para los nuevos lectores, aquellos que tal vez no hayan tenido entre sus manos ningún ejemplar de Gigamesh, BEM, Cyber Fantasy, las sucesivas encarnaciones de Artifex en papel, y no digamos fanzines como Núcleo Ubik, Kenbeo Kenmaro, Parsifal, Elfstone, Bucanero o El Melocotón Mecánico.

Por todo ello, considero oportuno referirme a cuatro relatos de ciencia ficción pura y a veces dura escritos por otros tantos autores que comenzaron a publicar (o a despuntar) en los años noventa; por este motivo no incluyo a Rafael Marín, Elia Barceló ni Rodolfo Martínez. Algunos aparecieron en el sumario de la antología de Minotauro, y otros se quedaron a las puertas. En todo caso, comento relatos no incluidos en esa recopilación, pero, no obstante, recomendables. No intento ser sistemático, ni compensar los relatos en función de su año o lugar de publicación. De hecho, digamos que el criterio que sigo es el siguiente: presento cuatro buenos relatos de ciencia ficción española, que no han aparecido en ninguna de las dos recopilaciones mencionadas y que, por lo tanto, no suelen citarse como «referencias obligatorias», pese a que cuentan con méritos suficientes para reivindicarlos y que no caigan en el olvido. Podríamos considerarlos la «segunda línea» de la ciencia ficción española de los años noventa, circunstancia que los ha condenado al olvido.

Por supuesto, hay mucho más material donde elegir, y parte de la gracia de este ensayito consiste en fomentar la participación de los lectores más veteranos o leídos del lugar.

«El mensaje perdido», de César Mallorquí

Por lo general, se tiende a conceder a este relato más valor histórico que literario. Ganó la primera edición del premio Aznar de relatos, que organizaba la por aquel entonces recién nacida AEFCF (antes de añadir la «yT» a sus iniciales), y se publicó en el combozine de la HispaCon de Barcelona, celebrada en diciembre de 1991. Este dato es relevante, porque, por un lado, la mayoría de las referencias bibliográficas sobre la primera edición del relato son erróneas (su aparición en el número 1 de Cyber Fantasy es posterior) y, por otro, nos permite hablar de este relato, con toda propiedad, como el hito fundacional del boom de la ciencia ficción española de los años noventa. Es cierto que César escribió relatos mucho mejores («El rebaño», «La pared de hielo» o «La casa del doctor Pétalo», que, sin exagerar, muy bien podrían hallarse entre los diez mejores de la historia de la ciencia ficción española), pero tal vez no habrían sido lo mismo si no hubiera escrito antes este relato, o, simplemente, no habrían sido.

El título completo de esta historia, «El mensaje perdido. A orajabiá suncaí e Gedeón Montoya», nos deja claro desde el principio por dónde van a ir los tiros. Mallorquí fusiona la tradición cienciaficionera de los años cincuenta y sesenta (es, al mismo tiempo, pura Edad de Oro y pura New Wave) con el imaginario tradicional español, y revitaliza la tan traída y llevada ciencia ficción «cañí» que, hasta aquel momento, solo habían desarrollado Gabriel Bermúdez Castillo, Ignacio Romeo y Enrique Lázaro, pero que a partir de entonces se convirtió en uno de los puntos de fuga del género, que acabó derivando en el subgénero llamado «de cachava y boina» (cuyos máximos exponentes se pueden leer en los Cuentos fantásticos de la España profunda, editados por AJEC). La mezcla, que ahora llamaríamos posmoderna y consideraríamos hermana literaria de productos como Amanece, que no es poco, resultaba novedosa, aunque en realidad era clásica, realmente clásica. Detrás de las tribulaciones de un gitano que adquiere el don de la omnisciencia porque, nada más nacer, su cabeza se interpone en la trayectoria de un rayo de luz coherente enviado por una inteligencia extraterrestre superior, se halla un estudio serio y completísimo de los mitos artúricos. Por reducción al absurdo, podríamos decir que «El mensaje perdido» es una mezcla de La diosa blanca, de Robert Graves, y «Volando voy», de Camarón de la Isla. El hecho es que, veinte años y dos meses después, su relectura sigue sorprendiendo.

Como es lógico, la propuesta se adelantó a su tiempo, el relato pasó sin pena ni gloria y César acabó hartándose del fándom (leánse sus más que lúcidos artículos alusivos) y convirtiéndose en uno de los autores más laureados de la literatura juvenil (acaba de obtener su cuarto premio Edebé con una novela de ciencia ficción, La isla de Bowen). Y nada de ello fue posible sin «El mensaje perdido».

«El sueño de la razón», de Armando Boix

Armando Boix fue uno de los autores indispensables de la ciencia ficción española del segundo lustro de los años noventa, y su desaparición del panorama editorial simbolizó, en cierto modo, las primeras señales de desencanto y desgaste del boom. Escribió una docena de relatos impecables (recopilados en Sombras de todo tiempo, editada por Mandrágora), marcó uno de los puntos culminantes de la fantasía y el terror con elementos históricos y «cultos» (que ahora que están tan de moda estos términos, podríamos considerar retrofuturistas o steampunks sin más), dirigió los mejores números de la revista de cine fantástico Stalker, se pasó a la novela juvenil en el momento en que lo hacían Elia Barceló, César Mallorquí o Javier Negrete, la jugada no le salió bien (ganó el Gran Angular con El jardín de los autómatas, pero las ventas y repercusión de El sello de Salomón fueron más bien escasas) y abandonó la literatura y el fándom para dedicarse en exclusiva a su actividad profesional. En el camino, como digo, quedaron una docena de relatos de factura impecable, uno de los cuales, «El sueño de la razón» (Gigamesh 13, 1998), era de ciencia ficción; no en vano, fue finalista del certamen Alberto Magno. Y de terror. Y un thriller. Y demasiadas cosas, como todos sus cuentos. La atmósfera de la clínica donde trabaja la protagonista era tan opresiva como el entorno exterior, una Barcelona gris y distópica que, aunque aparece poco, nos recuerda que el relato es, ante todo, una llamada de advertencia. Soylent Green, Gattaca, La isla, Black Mirror… Todos esos referentes, anteriores y posteriores, podrían venir bien para caracterizar las sensaciones que transmite el mundo que crea Boix en este relato. En cuanto a la trama, lo suficientemente bien resuelta como para que no parezca un telefilme de sábado por la tarde, cabe decir que tal vez sea lo menos satisfactorio del conjunto. Y, ante todo, y sin que sirva de precedente, vemos aquí un retrato de personaje femenino creíble y bien caracterizado, cosa que puede parecer una tontería, pero que siempre fue el talón de Aquiles de la ciencia ficción española de los años noventa.

«Poetik GmbH», de Carlos Pavón

Carlos Pavón fue el típico ejemplo de autor de unos pocos relatos, cuya escasa producción le impidió ser un autor de referencia. No dejaba de ser un francotirador, alguien que se dedicaba a otras cosas, pero que, además, escribía relatos de vez en cuando. En su caso, era el traductor y contacto en España con Greg Egan. Gracias a Carlos, Gigamesh pudo publicar relatos del autor australiano, que contaban con el visto bueno del autor, siempre muy receptivo, hasta el punto de que comenzó a correr el chascarrillo de que Greg Egan era un seudónimo de Carlos Pavón. Hablamos de una época en la que todavía no sabíamos qué aspecto tenía Egan.

Pero Pavón no era solo el traductor de Egan. También tradujo relatos de Pat Cadigan y de Bruce Sterling. Y reseñaba títulos para Gigamesh. Todas estas influencias lo caracterizarían ahora como un lector 2.0 sin más, pero, en 1999, eran algo insólito. Nos hablaban de un lector que estaba a la última en todo lo relativo a ciencia ficción de vanguardia, pero a quien le traía absolutamente al pairo lo que se estuviese haciendo por aquí. No lo necesitaba. Por eso se incurrió en el reduccionismo de definir «Poetik GmbH» como «un cuento de Greg Egan escrito por un español». Cierto, Pavón había traducido a Egan. Cierto, hablaban de los mismos temas; en particular, la memoria y el olvido. Cierto, la estética era parecida. Pero no: Pavón iba más allá. No nos estaba ofreciendo «un cuento de Greg Egan escrito por un español», sino «el tipo de buena ciencia ficción que se está escribiendo ahí fuera, pero escrito por alguien de aquí», que no era lo mismo. Esta diferencia de matiz explica la incomprensión que generó el relato, y es una metáfora inmejorable de por dónde comenzaban a ir los tiros.

«En las fraguas marcianas», de León Arsenal

Aunque León Arsenal ha hecho fortuna en el campo de la novela histórica, es justo recordar que sus diez primeros años de actividad lo definieron como EL autor español de relatos de ciencia ficción. Sus colaboraciones con Cyber Fantasy elevaron los estándares de calidad de la ciencia ficción clásica, el space opera de toda la vida, al que León sabía imprimir un toque lo suficientemente moderno, pero sin perder sus raíces. Sabíamos que nos hallábamos ante un pulp de toda la vida, pero escrito con lenguaje de New Wave. De nuevo, el posmodernismo de las narices, antes de que tuviéramos muy claro en qué consistía este.

Tal vez no tan brillante como «El centro muerto» (que fue el relato seleccionado por Julián Díez), «En las fraguas marcianas» es una declaración de amor a la ciencia ficción «de antes». La puesta en escena es espectacular. Arsenal escribe en el año 1999 (y se lleva sendos premios Pablo Rido e Ignotus por ello),  pero nos describe un Marte más propio de las novelas de Edgar Rice Burroughs. Estamos en Barsoom, pero también en las Crónicas marcianas de Ray Bradbury, sin que suene demodé; todo lo contrario: la coherencia del conjunto es asombrosa, y uno no puede dejar de soñar con ese Marte. De nuevo, ahora diríamos que el relato es posmoderno y retrofuturista, pero en 1999 era una maravillosa declaración de amor al sentido de la maravilla con el que todos los lectores ya talluditos nos enganchamos a la ciencia ficción cuando éramos adolescentes. El Marte de León Arsenal es el paraíso perdido de los implicados en el boom de la ciencia ficción española de los años noventa; por eso se llevó el Ignotus, y por eso se convirtió en el canto del cisne de Arsenal como escritor de ciencia ficción breve. ¿Qué más podía añadir? Arsenal se metió, él solo, en un callejón sin salida. Lo siguiente que hizo fue dar carpetazo a su faceta de escritor de relatos con la más que notable recopilación Besos de alacrán y otros relatos, y pasarse a la novela histórica. Se cerraban así los mágicos años noventa y, tal vez y de rebote, todo el boom de la ciencia ficción española.

Por supuesto, hay más autores y más relatos. Podríamos hablar de Joaquín Revuelta y «Más tequila», o de Manuel Díez Román y «Cualquier noche puede salir el sol», o de Ramón Muñoz y su fascinante «Bajando», o de «Los viejos días de la contracultura», de Carlos Fernández Castrosín, pero para ello sería necesario otro ensayo.

11 comments

  1. Desde un punto de vista personal, «El mensaje perdido» es un jalón en mi vida. Fue lo primero que escribí tras una larga década de absoluta inactividad literaria. De hecho, para escribirlo utilicé parte de otro relato mío de 1980 (el último que escribí antes de abandonar las letras y dedicarme a la publicidad). De algún modo, fue como un puente entre dos periodos distintos de mi vida. Si no lo hubiera escrito, si no hubiera ganado el Aznar con él, quizá las cosas habrían sido distintas para mí. De todos los premios literarios que he recibido, y son bastantes, el Aznar por «El mensaje perdido» es al que más cariño le tengo. Y eso que no tenía asignación económica; sólo era una placa. Y ahí la tengo, en la pared que está a mi izquierda, recordándome una década prodigiosa.

    Muchas gracias, Juanma, por acordarte de Gedeón Montoya, mi gitano omnisciente. Los 90 fueron extraños y excitantes, una mini-edad dorada para la cf española. Y, por cierto, siempre consideré a Armando Boix uno de los mejores escritores surgidos de aquel «movimiento», aunque me gustaban más sus relatos de fantasía que los de cf. ¿Sabías que este año Armando publicará una nueva novela juvenil en la editorial Edebé?

  2. Muchas gracias, César. Siempre le tuve mucho cariño a «El mensaje perdido» y a Gedeón Montoya (con las prisas, me olvidé de mencionar «La vara de hierro», donde también sale nuestro gitano omnisciente), y ese cuento no deja de recordarme que a raíz de ese primer premio Aznar y esa primera hispacón empezó algo muy bonito, tanto en lo personal (esas tertulias de los jueves por la noche, que a veces se prolongaban hasta el viernes por la mañana) como en lo literario (de ahí salisteis muchos autores que seguís dando guerra). El relato sonaba a algo nuevo y diferente, y lo cierto es que, cuando se relee ahora, conserva toda esa frescura. Sigue siendo un punto y aparte, y me parecía necesario reivindicarlo, porque muchos lectores que se lo perdieron en su momento no lo conocen todavía.

    Me das una alegría enorme con lo de Armando Boix. Qué magnífica noticia.

  3. Voy a tener que releer el de Pavón, porque lo tengo totalmente olvidado y ya sois dos los que lo encontrías imprescindible. El de Boix no lo colocaría entre lo mejor. De Gedeón Montoya es imposible olvidarse. Ese personaje enganchó a mi amigo Jorge de por vida a Mallorquí. Es el único histórico al que sigue. Y de León Arsenal no puedo decir nada que no haya dicho antes: sus cuentos me parecen los mejores. Besos de Alacrán es pura Edad de Plata en español. El estilo de León es el de los grandes de los años 50. No hay prosa más evocadora que la suya dentro del género.

  4. ¡Ah, qué tiempos! La verdad es que no sé a qué se habrá dedicado el señor Pavón en todo este tiempo (más de una década), pero no estaría de más que se prodigara un poquito más. Haré por recordárselo.

    Me apunto el relato de Mallorquí, que desconocía, y tiene un pinta increíble.

    Y Juanma, ¿hás visto a Egan por ahí por Perth? Porque que se sepa su aspecto sigue siendo una incógnita.

  5. Ya. Esa metedura de pata quedó zanjada hace tiempo. Por patochadas como esa Egan puso está bonita página en su web:

    http://gregegan.customer.netspace.net.au/images/GregEgan.htm

    Nunca entendí lo de esa foto, porque aunque hubiera sido del Egan que decía ser, no llego a entender qué puede llevar a una editorial a poner una foto de un autor que públicamente, por activa y por pasiva, ha declarado que no tiene ningún interés en que se conozca su imagen. ¿Alguien lo entiende?

  6. Ah, ese comentario de Egan me lo perdí en su momento. Ya me parecía a mí que la foto de Egan no era muy fiable… En todo caso, y para lo que hace al comentario sobre Pavón, es cierto que hacíamos coñas con el tema, con que si Egan era un seudónimo suyo o no. Claro, eran otros tiempos, y teníamos mucho tiempo libre, me temo.

    Si un autor dice que no quiere fotos, hay que hacerle caso, conste en el contrato o no. Eso no admite discusión.

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