Fernando Ángel Moreno e Ivana Palibrk.
Agujero en cristalera
Había una vez un agujero en la cristalera de un cajero automático. Ya sabes. En esa cabinita que los bancos construyen para que los mendigos duerman.
Para aprovechar una de aquellas paredes inútiles, inservibles para los mendigos, el cajero automático de este banco permitía sacar dinero, además de otras transacciones que comúnmente se gestionaban en el interior del establecimiento. Esto resultaba muy cómodo. A la gente le venía bien que hubieran habilitado la posibilidad de sacar dinero desde aquella pared. Así podían acceder directamente a sus cuentas sin tener que andar buscando calle tras calle cada vez que querían dar limosna a la mendiga de este cajero automático.
La mendiga de este cajero automático no había tenido que pegarse con otros mendigos por este espacio, ni había estudiado todas las opciones de la zona hasta escogerlo. Sencillamente un día se metió en él y allí se quedó.
El mayor problema para ella era que nadie le ofrecía un billete de mil dinars. Y ese billete era, sin duda, lo mejor para aquel modesto agujero en la cristalera por el que entraban el viento, las cucarachas y el polvo. Nuestra mendiga es una mendiga limpia.
Un día entró en el cajero una pareja de microrrelatistas, a punto de separarse por problemas económicos que afectaban a su relación más allá del amor.
Sacaron sus últimos mil dinars para dárselos a la vieja. Sin embargo, ella se compadeció de ellos y, a pesar de que rompía por completo la estética de su hogar, decidió tapar el agujero con un simple cartón. Y les devolvió aquel hermosísimo billete.
La pareja vive ahora feliz gracias al sacrificio de aquella buena mujer quien, en el fondo, tampoco necesitaba de tanto lujo para cubrir un simple agujero.
***
Gato en autopista
Se alojó durante un tiempo un gato entre cinco autopistas. Vivía de miseria, de la rabia, de los malos hábitos, del exceso de riqueza de los conductores. Por ejemplo, en cierta ocasión una pareja de microrrelatistas discutían en el interior de su flamante Chevrolet y ella arrojó contra él una bolsa entera de huevos Kinder. Él los esquivó ágilmente y aquel símbolo de la frustración humana cayó a las patas de nuestro protagonista, quien se alimentó de chocolate durante varios días seguidos.
En fin, el gato había llegado allí al saltar desde el coche de su dueña, por perseguir el maullido de una gata en celo más allá de la E75.
Pero, aunque lascivo, era un gato listo. Sabía que, una vez en el suelo, cruzar cualquier carril supondría la muerte y penosos comentarios cuya sucesión dependería de la fase en que sus restos fueran absorbidos por los poros del asfalto. «Pobre animal.» «Qué asco.» «No puedo verlo.» «No, yo creo que era una mancha de aceite.»
Vivió el gato, de este modo, durante cuatro largos años, socorrido por el agua de un desagüe mal construido cuya competencia se arrojaban entre sí el gobierno del municipio y el de la provincia.
No fue mala vida.
Finalmente, tras dos meses de especial éxito con el surtido de provisiones, decidió no ignorar por más tiempo su objetivo inicial de conquistar aquel maullido en celo.
***
Mosca en la cerveza
Había una vez una mosca en la cerveza de un tipo.
Lo peor del asunto no era el insecto de ojos polifacetados en sí. Lo peor era la cuestión del primer trago. Corría prisa tomar una decisión. Si esta se demoraba demasiado, la espuma se iría, la presión de las burbujas sería menor y, absolutamente inaceptable, la temperatura subiría.
El tipo no podía entretenerse con preámbulos.
¿Beberla o no beberla?
La espuma aún se mantenía.
El gas no parecía afectado.
El cristal continuaba helado al tacto.
La única ventaja consistía en que el insecto en sí no le daba asco, pero eso apenas importaba.
Importaba más preguntarse si alguien lo había visto. Al fin y al cabo, no le hacía gracia que nadie le tomara por un tipo descuidado, de los que no prestan atención a lo que hacen.
Por otra parte, no dependía solo de que le hubieran visto (por ejemplo, aquella pareja de microrrelatistas), sino de que él mismo era un cotilla y jamás había sido capaz de no contar un percance propio, por íntimo o vergonzoso que este fuera. Es decir, pronto sabrían todos que había sido un tipo dejado en sus obligaciones. Nadie creería que el insecto en sí le resultara indiferente.
La espuma aún se mantenía.
El gas no parecía afectado.
El cristal continuaba helado al tacto.
Por otra parte, si no daba aquel primer, maravilloso, sublime sorbo, lo recordaría durante el resto de su vida, en cada primer sorbo de cerveza que tomara de allí en adelante.
La cosa amenazaba con convertirse en una frustración vital, existencial, cuasi divina. Al fin y al cabo, siempre se había arrepentido tanto de ignorar problemas como de resolverlos con demasiada indiferencia. Temía, en una palabra, al futuro.
La espuma parecía un poco menos sólida.
El gas no continuaba tan vibrante.
El cristal no se mantenía tan frío al tacto.
Pidió con presteza una nueva cerveza, consciente de que beberla ignorando la mosca le condenaría a largos años de arrepentimiento por su debilidad ante los prejuicios sociales.
La camarera le dijo: «Enseguida».
Jamás había sufrido una espera tan angustiosa ni jamás volvería a sufrirla.
Pasaron los minutos.
Uno a uno.
Cuando la nueva cerveza llegó, su espuma era blanca, el gas era chispeante, el cristal era hielo.
Con calculada delicadeza, tomó la mosca de la primera cerveza con dos dedos, la pasó a la nueva jarra y la engulló junto a ese primer, intenso, poderoso primer sorbo.
Y después dio otro a la primera cerveza, que aún notó satisfactoriamente fría.
Fue el primer día de su vida con dos primeros sorbos.
Esta mañana, mientras paseaba a mi hija en su carrito, me he encontrado a una pareja de microrrelatistas que me han hablado de este texto. Les ha gustado