Jamie aprieta con fuerza la mano de su abuelo mientras el anticuario da vueltas a la esfera metálica y pasea la lupa por su superficie. “No es oro”, concluye tras unos minutos, “pero las runas que tiene grabadas son interesantes, tal vez aztecas o mayas…” El anticuario, un hombre menudo y miope, acaricia el metal ajado, arrancando débiles destellos. Jamie guarda silencio y el abuelo carraspea, incómodo. “¿Dónde la encontraron?”, inquiere el anticuario. “El chico la descubrió”, responde el anciano, “estaba cavando en el patio trasero del rancho. Iba a enterrar a su perro, ¿sabe? Anoche un coyote se coló por nuestra valla”.
El hombrecillo sonríe forzadamente a Jamie, luego se dirige al anciano. “Si no les importa, me gustaría quedármela unos días para estudiarla…”, un grito le interrumpe. “¡No!”. El niño trepa sobre el mostrador y arranca la esfera de las manos del anticuario. Éste lo observa boquiabierto. “¡Es mía! ¡Yo la encontré!”. El abuelo emite un profundo suspiro. Lleva la barba gris mal afeitada y sus gestos son lentos, como si le pesaran todos los huesos del cuerpo. Tras una pausa tensa, toma al niño del brazo y abandonan el local.
El sol lanza sus últimos rayos anaranjados cuando regresan al rancho. Jamie sube corriendo las escaleras del porche y se tumba sobre su camastro. El abuelo pasea por el patio, atendiendo a los caballos. Dentro, el niño acaricia la esfera y pasa el dedo por cada una de sus muescas doradas. En la penumbra del cuarto, la bola emite un resplandor cálido, como si disfrutase de las caricias.
Cae la noche, y una brisa fresca agita las hojas de los árboles. El viejo vacía su pipa y se dispone a entrar en la casa, cuando uno de los caballos emite un relincho nervioso. “Shhh, tranquilo, chico…” El anciano agarra instintivamente la escopeta. No tarda en escuchar el primer aullido. Después otro, y otro más. Sus ojos escrutan el patio, tratando de distinguir cuántos son esta vez, pero la oscuridad es densa como la brea.
En el interior, Jamie abre los ojos, sobresaltado. Se ha dormido abrazando la esfera. Reconoce los gritos de su abuelo. Sin soltar la bola, se incorpora y sale al porche. Uno de los caballos agoniza en el suelo con el cuello desgarrado. Tres coyotes rodean al viejo, que sangra abundantemente por el brazo. De pronto ve a Jamie, inmóvil frente a él. En sus manos, la esfera emite un brillo blanco, cegador. El niño abre la boca para gritar, pero en su lugar el aire vibra con un sonido inhumano. Varias ventanas estallan, los caballos enloquecen. Y los coyotes aúllan aterrados como si alguien les arrancara la piel. Intentan retroceder, gimiendo, antes de desplomarse sin vida en el suelo.
Luego, silencio.
A la mañana siguiente, el anticuario descubre un paquete redondo y arrugado abandonado en la puerta de su negocio. Lo acompaña una nota escrita con letra temblorosa. “Quédesela”.
A varios kilómetros de allí, Jamie camina silbando por el sendero polvoriento que conduce al valle. No es un valle natural, ahora lo sabe, sino la huella de un enorme y antiguo impacto. Lleva una pala y sonríe con una mueca extraña. Mientras camina, el viento agita su camisa descubriendo la sombra de extrañas runas en su piel blanca. Jamie canturrea y el aire enrarecido del valle parece vibrar con él, acompañando su melodía. Algunas aves emprenden el vuelo, agitadas. Los insectos enmudecen. El silencio, un silencio amenazante, envuelve las colinas.
Los coyotes serán los primeros en huir.
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