Máquina expendedora

Joaquín había tenido un día duro en la estación de tránsito del ascensor espacial, un día infernal y, aunque tan solo habían pasado tres meses desde que fumara el segundo cigarrillo de su vida, decidió que necesitaba fumar –fumar ya– el tercero. Nervioso, con la frente empapada de sudor y el corazón palpitando salvajemente en el pecho, dejó atrás el complejo de aduanas, se acercó a la cabina de Tabacalera más cercana y ocupó su lugar en la cola, entre un joven y un anciano de ojos vidriosos cuyas manos habían quedado reducidas a dos muñones negros e informes. Cuando, tras cinco minutos de insoportable espera, llegó el turno de Joaquín, entró en la cabina y alzó una mano temblorosa en la que faltaban los dedos índice y pulgar. Con el anular eligió su marca favorita e introdujo el dedo corazón en el orificio de pago en el panel frontal.

           Un segundo después, la cuchilla de la máquina expendedora cercenó el dedo a la altura del nudillo. Un haz láser cauterizó la herida antes de que manara una sola gota de sangre.

           —Su tabaco, gracias —dijo a través del minúsculo altavoz disimulado en un lateral la voz de una mujer muerta largo tiempo atrás—. Recuerde, aún tiene ocho oportunidades para dejarlo. Una vida sin tabaco es una vida plena. Sea un hombre completo. Fumar daña seriamente su salud y la de sus semejantes, y disminuye sus probabilidades de tener descendencia.

           El hombre introdujo la mano ilesa en el cajetín, y sacó el cigarrillo mientras la voz aún seguía repitiendo el discurso grabado. Le lagrimeaban los ojos y la herida escocía como el demonio, pero cuando se colocó el pitillo en los labios y lo prendió, exhaló un gemido de satisfacción. No importaba cuantos esfuerzos dedicara la Administración para que los ciudadanos erradicaran el hábito. Siempre. Siempre merecía la pena.

           Una vez en la calle, decidió ayudar al anciano sin dedos que aguardaba su turno. Se sentía magnánimo, sus preocupaciones habían desaparecido, de modo que le acompañó al interior de la cabina cogiéndole del brazo y, una vez, dentro, le ayudó a bajarse la bragueta frente a la máquina expendedora.

           De todos los pobres desgraciados del mundo, los que más pena le daban eran los que decidían fumar su último cigarrillo.

4 comments

  1. Jeje. Esta peña parece que se ha escapado de La hermandad de los mutilados (The Brotherhood of Mutilation) de Brian Evenson.

    Mola. Aunque no entiendo la conexión entre la pérdida del miembro y fumar el último cigarrillo.

    El problema es que yo soy bastante cortito y estoy de resaca y me acabo de levantar.

  2. Vale. OK. Se queda sin miembros y ya no puede fumar. Pero habrá un mercado negro, digo yo. Como los puntos del carné de conducir :-)

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