por Ignacio Illarregui Gárate
Para mi, el verano era un buen momento para dejar a un lado las novedades y encontrarme con esos libros comprados años ha en librerías de segunda o tercera mano que aguardan su momento en la mastodóntica Pila. En su mayoría para no ser leídos nunca. Sin embargo este año no he podido entregarme a esta afición y, bajo esa premisa, apenas he leído esta novela de Christopher Priest. Novela a la que, además, me ha costado coger el punto. Quizá por no haber asumido bien desde el principio lo que era: un pastiche con todas las de la ley. Sin embargo no ha sido un problema de no conocer su premisa; tenía claro que Priest escribió La máquina especial (1976) como un homenaje a H. G. Wells mucho más allá de los ecos que podemos hallar en su novela inmediatamente anterior, Un mundo invertido (1974). Apenas hay nada en sus páginas que remita a las características que le han hecho destacar como uno de los autores más incisivos de las últimas décadas.
La máquina espacial recoge a modo de testimonio la historia de un comercial que, en 1893, se enamora de Amelia, una joven a la que conoce en un hotel de un pueblo de Yorkshire. Gracias a ella visita el laboratorio de su tío, un renombrado investigador, y descubre su última invención: una máquina capaz de viajar a través de las cuatro dimensiones. Aprovechando la ausencia del inventor de la máquina, la pareja utiliza el artefacto para viajar diez años al futuro donde se encuentran con una tierra devastada por un extraño conflicto que altera al comercial hasta el punto de frustrar el viaje de vuelta y provocar que ambos se pierdan en el tiempo… y en el espacio.
La novela mantiene las constantes de La máquina del tiempo y, en gran parte, de La guerra de los mundos, como el relato en primera persona de las aventuras (en este caso con un protagonista directo de todo lo que ocurre), el uso de un lenguaje cotidiano para describir un escenario absolutamente nuevo que supone un choque tanto para el narrador como (mucho menos) el lector, o el acercamiento a temas como la estratificación social o la debilidad de nuestra sociedad ante cualquier cambio catastrófico. Además, concilia ambos universos en una narración en la que los conecta a la vez que los enriquece a través de una visión que engrandece los originales de Wells, muy especialmente en lo que toca a la sociedad marciana.
Gran parte del relato es utilizado por Priest para especificar la naturaleza de los trípodes y los marcianos, cómo y por qué se urde la invasión de la Tierra, la estratificación de su sociedad… La obsesión por la verosimilitud, o por profundizar en el original, es tan grande que muchas veces se pierde en una descripción que peca de una extensión desmedida y un ritmo que entra de lleno en lo cansino. Tan preocupado se muestra por recrear una época y una forma de hacer literatura, por hacer un homenaje consistente, que los temas que han hecho grande su obra y ha tratado de forma recurrente casi desde sus comienzos (el narrador y su verosimilitud, la innovación en el tratamiento de viejas ideas, los retratos psicológicos complejos, las estructuras narrativas audaces, la figura del doble…) quedan en el olvido.
Quien guste de los pastiches y la literatura a caballo entre los siglos XIX y XX encontrarán una interesante piedra de toque, por su deliberada fidelidad apenas rota por leves toques de humor que, además, le quitan un poco de seriedad y sirven como alivio cómico. La mayoría, provenientes de Amelia, que tanto arriesga su vida para recuperar su bolso como se convierte en mesías de una revolución. Que esto sea suficiente para animar a su lectura queda, como siempre, en función de cada uno.
Unas ganas tremendas de que aparezca aquí su última novela.