¿Merece El planeta de los simios, de Pierre Boulle, figurar en la flamante colección Clásicos Minotauro?
Pues sinceramente pienso que sí. No es una novela redonda, ni su autor, a pesar de escribir con amenidad, está a la altura de otros colegas de solapa como Gibson, Le Guin o Dick, pero es una ucronía fascinante que recuerda a Swift y que plantea atractivas disyuntivas filosóficas. Ciertamente tiene algo “demodée”, los personajes son héroes verneanos y la novela rezuma un espíritu moralizante que contribuye a darle un toque obsoleto a la historia. Pero superada esta barrera nos adentramos en un pedazo de novela que, además, inspiró un original universo de ficción del que resultaría su adaptación al cine (la del 68), en mi opinión una de las cinco mejores películas de ciencia ficción de todas las épocas.
De hecho, en la primera parte de la novela me resultaba imposible no solapar la voz de Ulises Merou, el narrador superviviente del trío de cosmonautas en la novela, a la del gran Charlton (Taylor en la película). Leyéndolo, era como si Charlton me estuviera diciendo, mira Luis, una cosa es lo que te contaron y otra lo que realmente pasó. Porque en verdad, el periodista-filósofo Merou y el cínico astronauta “survivor” nos ofrecen dos puntos de vista bien distintos de la misma cosa. Y en lo que uno era odisea y frustración, en el otro es análisis, perplejidad y paradoja. De manera que el proceso de animalización de Merou da mucha más hondura al texto (y ojo, no es que en la película estuviera mal ilustrado este aspecto de la historia, ni mucho menos). Así por ejemplo, y a diferencia de la muy estereotipada relación Charlton-Nova, la relación Merou-Nova es más compleja y a la vez real. Boulle se toma su tiempo en describir a los sapiens involucionados del planeta Soror de manera que Merou es consciente del poso zoofílico subyacente a su interés lúbrico por su compañera de jaula y que termina derivando en un proceso amoroso. Llámenme maniático, pero lo entiendo, pues a la hora de la verdad Nova no deja de ser una especie de gallina en forma de maciza, y Merou, tan pagado de su racionalidad, se ve obligado a renunciar a la cultura para consumar sus propósitos. No solo eso, es la suya una renuncia absoluta. El pobre Merou deberá literalmente ponerse a hacer el mandril (bajo la atenta mirada de Zaius y Zira) para ganarse el favor sexual de su compañera y con la presión añadida de que, de no consumar, enviarán a Nova a la jaula de un semental menos quisquilloso, en tanto en la de Merou entrará una cincuentona con cara de bulldog. ¡Anda que no cambia la cosa respecto a Charlton!, a quien le endosan una bomba sexual de calibre de Linda Harrison, que según ve al garrido Charlton larga la proverbial caída de ojos como diciendo “señor, hágase en mí tu santa voluntad”. Y listos.
Y aquí está el quid de la novela. Las cuestiones filosóficas se imponen al componente aventurero de la historia. Donde Charlton actuaba, Merou filosofa, para lo bueno y para lo malo. Para lo bueno, lo ya dicho, la dicotomía animalidad-racionalidad, con momentos antológicos centrados en la relación con Nova y también con Zira, con quien se invierten los papeles, pues el componente zoofílico de enamorarse de una chimpancé es atenuado por la complicidad de uno y otro y por la gradual humanización de la sociedad simia a ojos de Merou (con todo, ufff, el idilio interespecies no pasa de unas manitas por el parque y el ya famoso comentario de Zia: “te daría un beso pero, francamente, eres repugnantemente feo”). Para lo malo; en la segunda parte, donde el conflicto refiere a conservadurismo epistemológico versus racionalidad científica (Zaius el papanatas y Cornelius el brillante revolucionario), Boulle se adentra en sociologías simplonas y en un cierto abuso al ordeñar la abundante aunque tópica nata filosófica de la historia.
Esta tensión no resuelta entre filosofía y aventura queda en evidencia en la tercera parte. La acción, el drama, se desmorona frente a la reflexión, aunque ciertamente Boulle introduce de refilón y con premura cuestiones interesantes. ¿Debe Merou asumir el papel de redentor de la especie y devolver la humanidad perdida a sus congéneres? ¿O el papel de los humanos se ha agotado en la elevación de una nueva raza más eficiente en la expansión de la inteligencia por el cosmos? De nuevo encontramos aquí escenas espléndidas, como el viejo sabio Antelle (superviviente, al igual que Merou, al naufragio en Soror), que tras sucumbir al trauma de la animalización y quedar en ejemplar de zoológico, no solo acepta su nuevo estatus sino que, para pasmo de Merou, es tan profundamente infeliz cuando el periodista intenta retornarlo a la racionalidad como profundamente dichoso cuando vuelve a su lugar en la manada. También me impactó especialmente el replanteamiento de la evolución. Para los chimpancés, que los hombres no desarrollaran lenguaje atañe a cuestiones como el déficit manipulativo de sus pies o su incapacidad de formar representaciones tridimensionales, pues los humanos, a diferencia de los simios, renunciaron a los árboles y las alturas. Para Merou es al revés, de donde acaba coligiendo que la inteligencia y el lenguaje aparecen de forma cataclísmica en un proceso aparejado a la emergencia de la voluntad, en la línea de algunas de mis teorías filosóficas favoritas.
En fin, que tiene tela filosófica el libro, tanta que se come con patatas a la parte aventurera. Parte que, además, se ve penalizada por la película de Franklin Schaffner, que en algunos aspectos es más verosímil que la propia novela. Por ejemplo, la caracterización de Boulle de la sociedad simia como un trasunto de una sociedad urbana del siglo XX no resiste punto de comparación con la simiolandia pre-industrial de Schaffner, mucho más creíble.
Con todo, libro imprescindible tanto para el aficionado a la ciencia ficción más reflexiva como para homenajear una de las sagas más memorables de la fantasía del XX.
No quiero acabar sin aprovechar esta oportunidad para, padre de familia al cabo y en calidad de damnificado por el ERE (Oh tempora!) de Prospectiva, ofrecerme como crítico popular de novelas de ciencia ficción. Eso sí, gustaría de propuestas con fines honorables. Salidas sí. Servicio completo.
Ha sido un verdadero placer.
Luis Besa es periodista, autor de Metaversos e Ínsula Avataria
El libro de Boulle, en realidad, no es ciencia ficción. Es una sátira del estilo de los viajes de Gulliver o Erewhon, de esas que te hacen mirar la sociedad humana «desde fuera» para resaltar sus defectos. Y no es de las más logradas.
La película de 1968 tiene el enorme mérito de convertir la sátira en una verdadera historia de ciencia ficción, y sin perder profundidad filosófica. Claro que los mensajes de la película son diferentes, pero también más creíbles y oportunos. Porque la teoría de Boulle de la «voluntad», aunque atractiva, no hay quien se la crea.
Epicureo, ¿y por qué Erewhon no es ciencia ficcion? ¿Por qué al ser una sátira deja de ser cf?
No sólo Erewhon; de hecho, Los viajes de Gulliver pertenecen al género de ciencia ficción. Me temo que aquí chocamos una vez más con los distintos conceptos de lo que es y no es cf. Para algunos, cuando la novela se convierte en algo literariamente serio (sátira, alegoría o especulación social o política), no es cf. Para algunos la cf sólo comprende el escapismo y la especulación científica. Ese es el origen de los motivos por los que lo que se hace fuera del género no es aceptado por gran parte como cf.
Obviando el debate de si es o no es, que para mí está más que claro. Sobre el tema de la voluntad habría mucho que hablar. Hay toda una interesante rama del idealismo alemán que sitúa la voluntad como condición de posibilidad del conocimiento consciente. Admito que es un tema difícil de compatibilizar con el monismo estandar. Pero a mí me resulta una filosofía la mar de simpática… Soy inteligente porque puedo y me da la gana… :) Un poco más extendido y aplicado al surgimiento del lenguaje aquí: http://vidasexualdelaia.blogspot.com/search/label/Filosof%C3%ADa%20de%20la%20IA