Milivatios y megaterios

En un viejo rancho, el matrimonio formado por Martha y Benjamin vivía con calma y sencillez en medio de ninguna parte. Su único sobresalto había sido Bill, un hijo tardío cuya concepción había sido motivo de gran alegría hacía ya quince años. Desde entonces, la pareja se había propuesto conseguir para él lo que a ellos se les había negado y por ello lo habían mandado a la ciudad para estudiar, más allá de la ignorancia, falta de estímulo y el aislamiento de su hogar. No es de extrañar entonces que, cierto día, pudiera verse a Martha casi babeando cuando el chico, en su visita de fin de semana, contara a su madre la última anécdota en el instituto:

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Caricias animales

Una de sus manos siempre se sobrepasaba cuando me creía dormida. Sin llegar a lo inmoral pero rozando lo escandaloso. Sobre mi cintura, sobre uno de mi antebrazos, sobre mi cadera. Un peso leve hecho de piel nidia y suaves ventosas sobre mis escamas, ligeramente fosforescentes tras absorber la luz de los astros durante las horas del día. Era probable que la mayor parte de su cuerpo durmiera mientras lo hacía, y que la caricia sólo se tratara de un reflejo inconsciente en busca de otro cuerpo frío al que sujetarse en mitad de las corrientes. Pobre, pobre solitario cefalópodo.

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El relatívoro

Sé que es la pesadilla de más de un escritor, pero ninguno se ha animado a contarlo. ¿Quién iba a creerle?

Los pocos que se atreven a mentarlo lo llaman el relatívoro. Se trata de un diminuto tisanuro emparentado con el lepisma o pececillo de plata, pero de conducta mucho más sofisticada. Apenas visible, habita las madrigueras de los escritores de raza y se alimenta sobre todo de relato breve. No, no de cualquier cosa, el relatívoro es un exquisito gourmet literario que acepta sólo lo excelso. La novela se le indigesta, pero sí se han dado casos de deglución de poemas. Fatiga los cuadernos del escritor y fisgonea en sus ficheros electrónicos. Únicamente cuando encuentra algo en verdad brillante lo devora despacio, excretando a cambio un breve metabolito en forma de texto insulso y sin valor.

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Cactusada

Lo peor que puede pasarte con un cactus es ser su compañero de celda. Es una experiencia sumamente perturbadora. En la soledad de la celda el tiempo se ralentiza. Un compañero normal podría ayudarte a romper el tedio, pero los cactus no son muy habladores. Simplemente están allí. Tarde o temprano te giras para ver qué diablos hace. Y ahí está él, impasible, inmóvil. Disfrutando de su férrea voluntad mientras la tuya se doblega. Vuelves a tus divagaciones, pero al poco no puedes evitarlo y lo miras de nuevo. Y él te devuelve la mirada. No sabes cómo, pero te sientes observado. ¿El equivalente vegetal a los ojos está en las espinas? ¿O en esa jodida maceta de barro que lo mantiene erguido? Incapaz de sostenerle la mirada a una planta, le das la espalda. Pero ahora es mucho peor, sientes su mirada clavada en tu nunca. Esperando con infinita paciencia… algo. Te giras de nuevo. ¿Se ha movido? Parece estar un poco más cerca, pero no estás seguro. Giras de nuevo la cabeza y caes en la cuenta de que los cactus también tienen sus necesidades y aunque no seas el equivalente cactus de una conejita Playboy, eres consciente de que la soledad de la cárcel crea extraños compañeros de cama. Empiezas a sentir miedo, sabes que él puede esperar a que bajes la guardia.

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Cálculo de probabilidades

Durante dos kilosegundos decenas de miles de copias nuestras han estado explorando todas las ramificaciones. En un 46,8% de los casos la conversación, y con ella nuestra relación, acaba de forma abrupta, tal vez por un malentendido, quizá por simple incompatibilidad de carácter. El 21,7% de las veces bailamos, lo pasamos bien y no volvemos a vernos nunca más. Un nada despreciable 18,5% de nuestros yoes respectivos acaban la noche desnudos, sudorosos y satisfechos, pero sin ganas de repetir la experiencia. Un 5,9% de afortunados tiene varios encuentros similares al primero, y un 3,4% del total de parejas disfrutan una breve relación más seria que no llega al año. Un 2,5% de las instancias llegan a compartir piso, y un 0,8% incluso pasan por la vicaría, para acabar sellando el traumático divorcio en un juzgado.
Pero el hecho de que haya un 0,1% de probabilidades de ver juntos a nuestros nietos jugar bajo el domo terraformado del Mar de la Tranquilidad es lo que hace que mi voz tiemble ligeramente y tenga que aferrar fuerte el botellín de cerveza cuando me acerco para decirle:
—Hola, ¿qué tal?

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Caduci(u)dad

Aunque fuera a codazos, he logrado salir de la Estación de Transmigraciones. Una multitud enfervorizada bloqueaba el acceso al portal que comunica con la Avenida principal de Caduci(u)dad. ‘Seguramente estén apurados por la cuenta atrás de sus cronobilletes, 5 minutos se agotan a poco que te descuidas’ he pensado. Maldita prisa. Los días en que no dominaba nuestro tiempo han quedado tan atrás… ya ni recuerdo la última vez que quedé para tomar un café con un buen amigo y dejé que los 30 minutos se fueran volando y nos sorprendiera la noche. Ni se me pasa por la cabeza tumbarme en la cama a leer un libro durante más de 45 minutos y que me den las tantas. De ser así, la prisa vendría de inmediato a clavarme las agujas del tiempo en la conciencia e inocularme una preocupación extrema por el retraso en mi calendario horario.

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