La tía abuela me había dejado todas sus cosas, excepto la casa que las albergaba. La anciana que había compartido casa con ella y que se había quedado como única propietaria se mostró amable conmigo, de esa manera tan característica y caricaturizada que uno esperaría de una solterona ya entrada en años, con leche y galletas incluidas en una impecable y soleada cocinita. Luego me acompañó hasta la puerta del desván, dentro del cual la tía había amontonado sus pertenencias, léase trastos, a lo largo de los años. No faltó el tómate todo el tiempo que quieras, jovencito dicho con voz cascada y con un cierto tinte ominoso, antes de bajar las escaleras y dejarme allí sólo plantado y sin saber muy bien qué hacer. La puerta se abrió con un chirrido, cómo no. La luz que se filtraba a través de la ventana sucia y cubierta de telarañas iluminaba un paisaje aterrador, compuesto por montones de cajas de cartón que yo debía revolver en busca de trofeos. Con la intención de no ofender la memoria de la tía abuela, ni de mi encantadora anfitriona, decidí coger lo menos asqueroso que encontrase a primera vista y bajar con ello. Sin embargo no me seducía demasiado la idea de meter mis manos entre todos esos acumuladores de polvo y excrementos de rata. Desde que había dado el primer paso dentro del desván no había dejado de oír, ¿o quizás de imaginar?, ruidos de pequeñas zarpas sobre el suelo de madera. Estornudé varias veces seguidas antes de animarme a explorar. También había notado un cierto tufillo que mi mente asociaba a carne descompuesta, tal vez alguna rata muerta, aunque nunca antes había olido un cadáver, si descontamos algún que otro filete pasado. Acabemos con esto cuanto antes, me animaba a mí mismo. Por fin vi algo que me interesaba y sin necesidad de escarbar entre la basura, pertenencias, de la tía. Un majestuoso aparato de radio de principios del siglo XX, como tarde, se erguía en un rincón, cubierto de telarañas y polvo, como tenía que ser. Recordé mi niñez y esa avidez por desmontar todos los aparatos que llegaban a mis manos, afición que me hizo comenzar, sin demasiado éxito, la carrera de ingeniero. Debía de estar llena de válvulas de vacío, nada de transistores o de microchips. No pude contenerme. Tenía que abrir esa maravilla. La levanté no sin esfuerzo y la dejé en un espacio vacío debajo de la ventana. Saqué mi navaja multiusos con su pequeño destornillador y arrodillado en el suelo, ya no me importaba la mugre que pudiese llevarme conmigo, me dispuse a desentrañar sus misterios. Tan absorto como estaba no me di cuenta de que el olor se había agudizado, no antes de levantar la tapa y ver con horror lo que había dentro. Tenían que haber muerto de hambre, abandonados allí, relegados al desván por mi tía gracias a los adelantos, la tele en color y similares. El tufo no provenía de los cadáveres de los pequeños músicos, ya que no quedaba carne que pudiese oler, sino más bien tiras de piel apergaminada cubriendo los huesos, momificación producida por el paso del tiempo y del lugar cerrado. El olor venía de un ratón que no sé cómo había entrado allí con la intención de roer los huesos o de jugar con los muertos, no sabría decirlo. Volví a atornillar la tapa. Dejé el aparato de radio en su sitio y me limpié, como buenamente pude, la suciedad acumulada en mis pantalones. Cogí un trofeo de baloncesto que había ganado un primo mío, al que apenas había visto un par de veces y que ya hacía años que había muerto en un accidente de coche, y salí de ese desván.