Diarios de las estrellas. Viajes, Stanislaw Lem

Voy a empezar con mal pie: nunca me han gustado mucho los libros con intención humorística. Más específicamente: nunca he logrado reírme tan continuadamente como algunos de ellos pretenden; no más allá de la longitud de un párrafo. Me pasaba ya esto en la época en que leí por primera vez Diarios de las estrellas, hace catorce años, y cuando me disponía a comenzar su relectura ahora he vuelto a temer la misma sensación de disgusto respecto de un humor que preveía artificialmente intensificado.
 
Me pasa con Pratchett, por poner otro ejemplo muy claro.

Y no es que tenga problemas con lecturas que tengan momentos divertidos y/o absurdos (es uno de los múltiples motivos por los que Dick me hace tilín). Pero cuando me encuentro con un libro en el que la hilaridad trata de ser deliberada y explícitamente intensa… Uf. Quizás es que mi hilaridad es difícil de mantener activa. O directamente es que soy raro. O lo mismo no y es algo natural: el terror es otra sensación difícil de mantener en el lector durante demasiado tiempo seguido; la tragedia… ¡Demonios, no sé de ningún libro que haga llorar continuamente al que lo lee! Salvo alguno de Zafón, pero por otros motivos.
 
En fin. Nos estamos desviando.
 
Decía que había empezado mal, ¿verdad? Teniendo en cuenta al nivel al que se le suele considerar a Lem literariamente, y específicamente en el género, ya me habrán abandonado algunos lectores o se estarán pensando atroces comentarios sobre lo que digo…
 
Pues para los que aún mantienen la esperanza de obtener de mí algo de provecho he de decir que, después de haber revisitado Diarios y haberlo dejado reposar unos días, no estoy en disposición de seguir con la misma actitud (aunque por ahora sólo me permitiré esta licencia con Lem). Esta relectura me ha resultado ciertamente difícil. Mucho, de verdad. Pero quizás no haya sido por su humor deliberado y constante. Poco a poco las cosas han encajado de otra manera, y, tratando de ordenar notas e ideas, encuentro con sorpresa que en el humor de Lem hay mucho más que humor. Veo tantas virtudes, de hecho, que creo que ese humor es sólo parte de un núcleo literario originalísimo; no es un añadido superficial a una serie de historias para hacerlas más divertidas.
 
La edición que conservo de Diarios de las Estrellas consta de dos volúmenes, pero aquí sólo hablaré del primero: Viajes, una recopilación de ocho cuentos (los “viajes” por el espacio y el tiempo 7º, 8º, 11º, 12º, 13º, 14º, 18º y 20º del muy aventurero Ijon Tichy), escritos por Lem más o menos en la década de los 60. Mi edición también incluye dos introducciones ficticias a esos viajes redactadas por varias sociedades de estudiosos de Tichy.
 
Lem usa en estos viajes un humor absurdo, sarcástico, recurrente… y despiadado en varios sentidos: no deja tomar aire al lector, mete sus sátiras en una frase sí y en otra también. Es un humor inteligente, que requiere esfuerzo intelectual (o apertura de miras, según se quiera) para disfrutarlo en toda su plenitud. A causa de esto se trata, como también comenté de Crónicas Marcianas, de un libro para leer lentamente. Pero al contrario que aquél, no lo considero fácil de digerir ni siquiera cuando se lea lentamente: da demasiado que pensar, tanto desde el punto de vista literario como del temático por lo que está criticando en sus páginas, para tomárselo a la ligera. O quizás sí que hay que tomárselo a la ligera y perdernos de una vez el poco respeto que nos quede como lectores y como escritores, o como especie humana en general.
 
Para empezar por lo más superficial: Lem construye humor mezclando elementos prosaicos con situaciones transcendentes. En el último viaje del libro, el hecho de que una máquina del tiempo que trae al protagonista procedente del futuro irrumpa con coordenadas ligeramente mal calculadas tiene como principal consecuencia que a él mismo (el del presente) se le caiga una sartén en la que está friendo un par de huevos en la planta de abajo… una y otra vez, hasta que su yo del futuro le convence de que acepte una misión. En el séptimo viaje, siendo el único tripulante de su cohete, Tichy no puede arreglar el control de dirección porque los ingenieros que construyeron la nave pensaron en que fueran necesarias dos personas para hacer girar un tornillo.
 
Profundicemos un poco más: el humor de Lem es certero (nada se le escapa) y tiene muy mala leche. Cuestiona las ideas que se anda montando la humanidad desde hace siglos, ésas tan abstractas que pensamos avanzadas y esenciales para vivir. Así, Lem, teniendo estudios superiores, se ríe mordazmente de la ciencia y de la técnica (de sus asociaciones, congresos, publicaciones, resultados discutibles como las teorías cosmogónicas -en el viaje decimoctavo Tichy se convierte en el creador del universo para completar esas teorías, y es un simple defecto suyo de dejadez al vigilar a sus ineptos ayudantes el que provoca que la realidad se quede tan mal como está la nuestra-); no deja títere con cabeza en las instituciones e ideologías políticas de su época y casi de la nuestra (organizaciones galácticas de funcionamiento arbitrario e inútil, claros remedos de la ONU; estados tan igualitarios que todos sus ciudadanos tienen la misma identidad); disecciona sin piedad, desde el sarcasmo, la evolución de nuestras sociedades (el abuso de poder en distintas estructuras sociales en el viaje duodécimo) y ridiculiza a sabios y religiones (brillante el “maestro Oh”, así como el planeta en el que todos creen firmemente que deben vivir sumergidos en agua -y no hacer burbujas- a pesar de ser humanos); se mofa de nuestra historia entera (memorable el esfuerzo realizado por el autor en la escritura del vigésimo viaje, donde Ijon Tichy pretende borrar los errores de la humanidad pero termina exactamente igual que al principio por su decisión de ir desterrando al pasado a sus mediocres subordinados, que se convierten así en los personajes ilustres conocidos por todos nosotros); recorre las ideas que la literatura de ciencia ficción trató de manera seria con precisión digna del mejor hard, pero sin dejar prácticamente ninguna en pie (especialmente el viaje en el tiempo: para quitarse el sombrero ver cómo está construido literariamente el viaje séptimo, donde Tichy sufre las paradojas de un bucle temporal que crea más y más Ijon Tichys, de tal manera que el autor es capaz de mantener la claridad expositiva en la mente del lector a pesar del crecimiento exponencial del número de personajes; las IAs y los robots, entes considerados habitualmente superiores a los humanos, son usados por Lem en el viaje undécimo para denunciar lo miserable de nuestro egoísmo).
 
Y así ad infinitum. En este libro la creatividad de Lem agobia, no parece tener fin. Su sarcasmo se retuerce hasta lo indecible, sin límites ni barreras: el propio Lem se burla de Lem nada más empezar (negando la autoría de esas memorias de viajes a un supuesto dispositivo llamado Lem), y su protagonista, en el fondo un trasunto suyo, es tan inepto y mediocre como todos los que le rodean.
 
Respecto a los aspectos más literarios, maneja con minuciosidad un lenguaje típico de la proto ciencia ficción, casi decimonónico, especialmente cuando imita informes científicos, pero también cuando hablan los políticos; aunque tampoco tiene problemas para pasar a escribir a modo de diario en el viaje decimocuarto. Todo esto hace la lectura de todo menos ligera (en ese sentido es duro el viaje octavo). De todas formas da un respiro insertando escenas de acción de vez en cuando, y, por supuesto, los golpes de su original humor lleno de objetos cotidianos provocando situaciones estúpidas ayudan mucho. En cualquier caso no considero una escritura brillante la suya a nivel formal, pero sí correcta y bien ejecutada. Los personajes no están cuidados ni desarrollados. Quizás no era necesario en estos cuentos.
 
En definitiva: habiendo abordado este libro inicialmente con bastante mal pie, he terminado con un sentimiento de admiración. Mis temores iniciales han ido desvaneciéndose mientras escribía esta columna (mientras analizaba su relectura), modulándose lentamente hacia una sensación mucho más que satisfactoria. Un efecto raro, como de digestión larga pero beneficiosa. Incluso me resultaría difícil negarme ahora a admitir que Lem era un genio, como muchas personas más cultas e informadas que yo opinan, después de haber desgranado algunos de los aspectos que forman este libro, si no fuera por lo poco que me gusta ese calificativo. Pero, en fin, lo que es imposible negar es que brilló con luz intensa y propia, identificable y difícilmente igualable.
 
Luego el dispositivo llamado Lem desapareció. ¿En algún bucle temporal? Quizás esté creando el universo de nuevo desde donde sea que esté y no nos estemos dando cuenta. Porque seguramente cualquier universo habitado por el hombre ha de ser necesariamente tan ridículo como el que nos rodea.

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