Julian Comstock, de Robert Charles Wilson

La solapa de la novela anuncia con un entusiasmo bastante torpe: “Si Julio Verne hubiera leído a Karl Marx, y se hubiera sentado a continuación a escribir La decadencia y caída del Imperio Romano, ni aun así habría igualado la inventiva y exuberancia de JulianComstock”. Es muy posible en efecto que en el caso improbable de que Julio Verne hubiera realizado semejante empresa el resultado hubiera sido muy diferente de Julian Comstock, pero tal vez no en el sentido que tenía en mente el autor de la introducción. En realidad, después de terminar la novela de Robert Charles Wilson, la impresión que uno saca es que el que escribió tal comparación:

a)    Hace tiempo que leyó a Verne;
b)    probablemente no ha leído a Gibbon;
c)    con toda seguridad no ha leído a Marx;
d)    no sabe lo que significa “inventiva y exuberancia”.

No es que el libro sea infumable, hay cosas mucho peores. Empecemos por lo positivo: el estilo está muy conseguido en su forma de pastiche de ciertos escritores decimonónicos americanos; hay cierto sentido del humor irónico, y el punto de partida es interesante. Desde el punto de vista negativo, el pastiche acaba empalagando, el sentido del humor acaba diluyéndose a lo largo de las páginas (el narrador empieza por sonar creíble y acaba por ser insufrible), y el partido que se saca del punto de partida es bastante decepcionante.

Empecemos por lo último.

La novela podría ser una continuación teórica de la última que reseñé en esta columna: la misma crisis que se describe en Far North ha ocurrido en el mundo de Julian Comstock unos ciento cincuenta años antes, puesto que la novela comienza en 2172. Como resultado del final de la civilización del petróleo y del cambio climático, hambre, emigraciones, etc., el mundo ha regresadoa un estadio apenas industrial, que vive del desguace de los restos dejados por los antiguos y de la explotación de una mano de obra servil. Las primeras escenas del libro, con la visita a un lugar donde se ponen a la venta los objetos extraídos de las ruinas, resultan prometedoras. También la descripción inicial de la sociedad en la que se han convertido los Estados Unidos, controlada ideológicamente por el Dominio de Jesucristo en la Tierra y gobernada por presidentes corruptos y violentos.

Pero repentinamente uno se da cuenta de que en lugar de a Julio Verne escribiendo la Decadencia y caída después de una conversión marxista, lo que se está leyendo es a Robert Charles Wilson queriendo escribir Juliano el Apóstata después de haber leído a Stephen Crane. Supongo que llamar Julian al personaje es algo que alguien llamaría un guiño al lector, aunque uno espera que un guiño sea algo sutil. Por otro lado, si obviamos el aspecto ideológico del agnóstico Julian haciendo frente a la teocracia cristiana, la historia del hijo-de-un-general-victorioso-asesinado-por-su-hermano-el-líder-de-una-república-imperial-para-evitar-que-lo-destrone-que-regresa-de-la-oscuridad-para-ser-investido-a-su-vez-presidente-por-el-ejército suena más bien a Yo, Claudio.

Supongo que ciertos autores de ciencia ficción consideran que sus lectores no están al tanto de la literatura que existe al otro lado del vallado y piensan que trasladar una buena historia hacia delante en el tiempo es un método fácil y discreto de sacar adelante una novela. Puede que tengan razón, pero la sensación de déjàvu no es agradable en una novela y no parece particularmente inventivo ni exuberante.

Por otro lado, uno piensa que Wilson podría haberse esmerado un poco y haber hecho que sus Estados Unidos post apocalípticos se parecieran menos a los Estados Unidos de la Guerra de Secesión: requiere un verdadero esfuerzo convencerse –a pesar de la existencia de siervos o de los esqueletos de los rascacielos en Manhattan– de la verosimilitud del escenario.

Y puesto que hablamos de verosimilitud, antes de comprar el libro, leí una reseña (muy positiva, si no no lo habría comprado) en la que se mencionaba que el hecho de que los Estados Unidos estuvieran en guerra con los holandeses (sic) por el control de Labrador (sic) sonaba demasiado como un sketch de Monty Python. Por mucho que se nos diga que los ‘holandeses’ están allí como parte de una vaga confederación europea con el vodevilesco nombre de Mitteleuropa (sic), puesto que sus tierras fueron inundadas por el cambio climático, uno se siente un poco reticente a imaginarse la situación, sobre todo cuando los mitteleuropeos tienen la profundidad de personajes en un videojuego de acción: sólo aparecen para ser disparados. Especialmente interesante es que, a pesar de la guerra continua entre Europa y los Estados Unidos, los escritores americanos se seguirán exilando dentro de ciento sesenta y cinco años en el sur de Francia, o más bien en la Francia Mediterránea (sic una vez más), un estado teóricamente independiente pero que Mitteleuropa considera parte de su territorio.

Es curioso como Wilson no lleva al extremo el planteamiento de su novela: la supuesta existencia de una teocracia opresiva no cuadra con el hecho de que los personajes parecen llevar una vida más bien normal sin interferencias excesivas; o como a pesar de la maldad y la brutalidad de los presidentes, todo se hace de acuerdo con la ley. Es como si a pesar de todo no se quisiera manchar el buen nombre de la patria, con el resultado de que al final uno piensa que, viendo las teocracias que hay por el mundo, tampoco es para tanto.

En otro orden de cosas, el continuo discurso agnóstico y antirreligioso de Juliano (perdón, Julian) puede resultar provocador en los Estados Unidos actuales pero resulta bastante repetitivo al cabo de doscientas páginas. También cansa el exceso de descripciones de preparativos y maniobras bélicas (al menos a los que no tenemos espíritu guerrero), o la descripción detallada de cada película que ven en el rudimentario cine de la época los protagonistas (debo confesar que me salí del cine durante la proyección de la película que escribe el propio protagonista). Con unas cien páginas menos, el libro habría sido más legible.

En definitiva, uno va leyendo con la esperanza de que pase por fin algo interesante en la página siguiente, y al mismo tiempo con la seguridad de saber cómo va a acabar el libro y cada uno de los personajes desde la página 20 de las cuatrocientas que tiene. Y eso, desde mi punto de vista, es un punto bastante flojo en una novela.