En Francia, pensaban que debía ser surrealismo.
Pero la verdad es que no se trataba de eso. Ninguna de esas películas de Santo, el enmascarado de plata y los bodrios fílmicos del director Juan Orol (Gánsters contra Charros, 1948) habían sido filmadas con la intención del surrealismo. Simplemente, así eran.
Baratas, mal hechas, con diálogos verdaderamente deleznables y algunas de las veces con actuaciones verdaderamente acartonadas, un grupo de selectas películas mexicanas clase B invadieron los cine club de Paris en las décadas de los sesenta y setenta.
No se trataba solo de la exótica imaginación de los realizadores mexicanos que no temían enfrentar a luchadores del ring con los monstruos más famosos del cine y la literatura, sino que, siguiendo la propuesta que Siegfried Kracauer había sostenido en su libro De Caligari a Hitler, una historia psicológica del cine alemán (Ed. Paidos, España, 1985), las películas exponen y son una especie de imagen social del país que las produce. ¿Qué claves ocultas sobre la sociedad y la ideología de México venían asociadas, pues, con filmes como Santo contra la invasión de los marcianos (Alfredo B. Crevenna, 1967) o Las momias de Guanajuato (Federico Curiel, 1972)?
Aunque a primera vista pareciera ser que el cine fantástico mexicano es sólo resultado del bajo presupuesto y la rapidez de producción de la industria para la diversión de las masas, es verdad que entre líneas muestra al mundo una visión condensada de la idiosincrasia y las filias mexicanas. Grita –como el expresionismo alemán– en forma de cuento fantástico, la realidad interior de la sociedad mexicana de aquella época y en gran medida de la actual.
No hace mucho tuve la suerte de asistir a la presentación de una tesis aún no publicada, cuyo título es Representación del héroe, la mujer y la lucha libre en las películas protagonizadas por Santo, el enmascarado de plata, de Delfín Romero Tapia y el autor mencionaba que el famoso luchador, adoración de las multitudes, no era realmente un personaje, sino una marca. Ante tal aseveración, no puede más que sonreír. ¿Una marca? ¡Qué tontería!
Pero su disertación resulto tener bastante lógica: Santo no es realmente un personaje, porque carece de una estructura coherente. No hay un continuo en sus películas que lo defina como tal. Por ejemplo, de James Bond, el famoso agente 007 de las películas basadas en el personaje de Ian Fleming, conocemos su carisma con las chicas, su preferencia por un Martini agitado, no revuelto, su gusto por los gadgets, su atracción hacia los casinos y el juego, las pistolas Walther PPK, calibre 7,65 etc. Todo ello se repite constantemente en sus películas y le otorgan una personalidad definida.
Precisamente de esto es de lo que carece el Santo.
De una película a otra el “personaje” no podría ser mas distinto. En algunos filmes, el Santo tiene su residencia en un modesto departamento, en otra vive en una lujosa residencia, rodeado por hermosas mujeres. En un filme conduce un auto sencillo y económico y en otra cuenta con un poderoso carro deportivo y descapotable. Incluso su ética cambia de un film a otro cuando en uno de estos se le menciona al héroe que el uso de su máscara conlleva la obligación de jamás usar un arma, mientras que en otra, dispara a los malvados en turno con una metralleta. Sus orígenes tampoco son muy claros y aunque se presume una especie de “legado” de padre a hijo, nunca se establece con certeza nada.
Mucho de todo esto se lo podemos achacar a que el Santo trabajó con diferentes productoras y variados escritores, los cuales nunca vieron la necesidad de respetar una línea clara en el desarrollo del personaje. Las películas, mero producto de consumo, se grababan a veces hasta en tres semanas o menos. ¿Qué necesidad había pues, de cuidar la lógica de un personaje?
Y lo más interesante: a la gente esa lógica jamás le importaba. Simplemente se sentaban en las butacas del cine y se preparaban para disfrutar.
La importancia del Santo no estaba entonces en la construcción de un personaje, sino en el simbolismo de la máscara. El Santo es la máscara y esta no oculta realmente a un hombre, sino que el hombre se reduce a ser el mero portador de esta.
Algo de ello nos viene del México prehispánico. En la antigua Tenochtitlan, cada año se preparaba a dos jóvenes cautivos para tomar el lugar y “ser el doble” de dos importantes dioses mexicas, Huahilopoztli y Tezcatlipoca. Para ello se les ataviaba como tales y se les hacia vivir a cuerpo de rey durante todo el tiempo que mantuvieran esta representación. A final de año, ambos eran sacrificados y varios de ellos incluso, se llegaron a creer el papel que representaban (Ver: TIBÓN, Gutierre, Historia del nombre y de la fundación de México, edición corregida y aumentada, Ed. Fondo de Cultura Económica, México, 1977. Págs 79 a 81).
Hay mucho sentido en todo esto, pues ciertas costumbres se llegan a legar por generaciones y aún hoy en día, en ciertos lugares del país, se siguen cuidando estas tradiciones, si no con dioses prehispánicos, si con figuras hibridizadas con influencias católicas.
En lo que respecta a la falta de coherencia y el desinterés del público por esta, podemos encontrar una conexión con la “virtud” que los mexicanos tenemos para olvidar. En México olvidamos rápido y –por ejemplo– los escándalos políticos de alguna vez, llegan a no tener más importancia en cuanto ha pasado un buen tiempo y el público los olvida. Esta apatía puede verse reflejada en el desinterés del pueblo por demandar una coherencia para el personaje. En el actual filme, Santo se enfrenta a Drácula, pero… ¿Qué no lo había matado ya en un encuentro anterior? ¡Ahora ni siquiera lo recuerda!
Pero a nadie le importa así que…
Deja correr la película.
Déjala ser