Un mundo invertido, de Christopher Priest

Caracterizando universos alternativos, la ciencia ficción nos adentra en historias inquietantes, bellas, misteriosas, irónicas, historias en las que afloran las pasiones y problemas de los hombres; su sabiduría, miserias y contradicciones. A este tipo de ciencia ficción se adscribe Un mundo invertido, de Cristopher Priest, publicada en 1973 y ahora reeditada por La Factoría de Ideas. El consejo es que si al lector le gusta la literatura que trilla terrenos metafísicos, distópicos, prospectivos, híbridos de esto y aquello, mutantes y demás, deje ipso facto lo que sea que lea en este momento y se meta de cabeza en esta novela. Es corta intensa e inolvidable y está bien traducida.

Descontando el prólogo (necesario, a tenor del final), Un mundo invertido comienza con un antológico “Había cumplido los mil cuarenta kilómetros de edad”. Habla de Helward Mann, adolescente que ingresa en la sociedad de los adultos –“los gremios”- de una ciudad portátil: Tierra.

Algo le ha pasado al mundo y el único vestigio de civilización tecnológica es esta ciudad sobre raíles. Me la imagino como una especie de portacontenedores que, a razón de 110 metros día, surca los continentes siguiendo el Óptimo; un campo energético ambulante, técnicamente ventana de translateración, de la que depende la estabilidad del espacio-tiempo de la ciudad. 50 kilómetros al norte, el tiempo se dilata y el espacio se difumina; 50 kilómetros al sur, todo se comprime. Consecuentemente, la ciudad, los gremios, libran una batalla permanente para mantener a su ciudad en sincronía con el Óptimo. Hay tendedores de vías, constructores de puentes, mercaderes que comercian con las tribus de “tucos”, milicianos, exploradores y, la élite, los que deciden la ruta de la ciudad, los navegantes. Todo en la ciudad gira en torno al ritmo.

Naturalmente, Helward no sabe nada de fisica relativista, y lo que es peor, la jerarquizada sociedad de la ciudad burbuja ha optado por cubrir de secretos y tabúes este “pecado original” que les impone la trashumancia vitalicia. El secreto se supone que es tan gordo que el iniciado deberá descubrirlo heurísticamente, aportando sus propias teorías y contrastándolas con las de los demás en un ambiente de secretismo. De manera que el lector sigue al compás de Helward la resolución de este misterio en lo que es una lección de literatura de la buena. Y oficio. No en balde, Priest dosifica ejemplarmente cada tesela del mosaico sin olvidarse de, cuando el lector y Helward atisban un principio de claridad, facilitar la pieza cabrona, la que no encaja de ninguna de las maneras si no es removiendo todo lo construido hasta la fecha y reiniciando desde cero.

Parece un argumento hard (y lo es) pero en realidad es una historia de misterio muy bien ambientada en una sociedad tecnofeudal y en la teoría de la relatividad. Las vivencias del protagonista están tan bien definidas que, llegado el caso, te parece lo más normal que las montañas se compriman y tus compañeros de travesía vayan menguando en cosa de horas hasta devenir hormigas. En realidad, es una historia tan buena que el final, perfectamente coherente, decepciona un tanto en la que es la principal -por no decir única- pega que tiene Un mundo invertido: no está en consonancia con el planteamiento.

Pero hay más. Gandul que soy, no me gusta especialmente enfrentarme a significados más o menos ocultos que no aportan excesivamente, como que la ciudad portátil es una metáfora de la búsqueda de la utopía y la necesidad expansiva del conocimiento (en general, estas visiones moralizantes de la literatura me sobran). No es el caso de la inevitable lectura política de la novela.

Escrita en 1973, la ciudad burbuja es la Inglaterra poscolonial, obligada a abastecerse de mano de obra (¡y sexo!) con, y cito literalmente, “un mundo anárquico y en ruinas, lleno de gente ignorante y sin educación, golpeada por la pobreza”, y que por añadidura, son alegres, perezosos, morenitos y hablan español. Yo al principio pensé que era una trasposición del neocolonialismo yanqui y sus tensas relaciones con la latinidad, pero no. Más parece –como atinadamente se apunta en el opúsculo- que la burbuja es Inglaterra y sus anquilosados valores en contradicción con un mundo anárquico. En cualquier caso, el choque cultural es otro eje de la novela; no lo puedes ignorar. Y en esto se nota que es ciencia ficción inglesa, siempre al pique de establecer metáforas con el presente y de interconectar la ciencia con lo social.

Ya digo que felizmente la novela no sólo va de eso, pero son lecturas que para nada sobran. Están bien. Le añaden complejidad y materia de reflexión. Aunque realmente a mí lo que me gusta es ese carácter portátil del mundo. Me recuerda a El castillo ambulante de Miyazaki, el Arca de Noé o la isla del Doctor Dolittle. No sé, tienen algo especial…

Concluimos con una ovación para los editores. Repescar un título perdido es siempre una apuesta arriesgada. Consta una traducción del año 77, editada por Ultramar y convertida en algo así como el criptonomicón de los superfrikis. Debo decir que la versión de 2010, obra de David Luque, le da ciento y raya a aquella y es mucho más justa para con el buen hacer de Priest. Solo un pero. Me parece discutible traducir millas por kilómetros, aunque sólo sea por esa magnífica frase inicial: “Había cumplido las 650 millas de edad”.

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