La píldora roja resultó no ser una estúpida gominola, después de todo, y así mi suicidio por CPM (cultura popular de masas) llega a su término y ahí te quedas, nena, yo qué sé, que te jodan

El celador te silba una réplica:
            —Por suerte, aquella tarde nuestros técnicos andaban cerca.
            —Por mala suerte, querrás decir.
            —Si no lo hubiésemos trasladado aquí enseguida…
            —Ahora estaría tranquilo.
            —No. Ahora no estaría, como está, donde en realidad quería.
            Se hace un silencio que dura lo que tardas en sacar el monedero del bolso y enseñarle una foto nuestra a los dos tipos cetrinos con los que mantienes este diálogo yermo. Dices:
            —¿Es esta la pinta que tiene ahí dentro?
            Ambos examinan la imagen. El más locuaz pregunta:
            —¿A qué se refiere?
            Y el otro matiza:
            —¿Con ahí dentro quiere decir la habitación de confinamiento o dentro, dentro?
            Bufas:
            —Quiero decir en ese otro lado de mentira que le habéis programado.
            El primer celador se encoge de hombros y dice:
            —No. Dentro tiene el aspecto que sus patrones neuronales han elegido por él.
            —A eso me refería.
            —No le entiendo.
            —El Paciente os ha estado vacilando desde el principio.
            Suena una alarma y las cabezas de los celadores se yerguen. Una reacción eléctrica, inconsciente, te hace correr detrás de ellos cuando salen disparados hacia la habitación crítica de esta Capilla Peligrosa en la que ya no estoy. Les ordenas:
            —¡Dejadle en paz! ¡Qué le den por el culo! ¡Que se marche a su piojoso espacio interior!
            Los tres cruzáis la puerta. Ellos pulsan conmutadores y tiran de cables y me frotan la piel herida con esponjas impregnadas en líquido superconductor. Me ves. Sé que me estás viendo. 
            En tu ojo, Fátima, guardo mis sueños.

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