Memento mori

A principios del siglo XXII, varias décadas después de que el libro impreso se hubiera convertido en artículo de coleccionista o pieza de museo, el grupo terrorista neodigital Fahrenheit 451 se arrogó el derecho de rematar la faena.
Sus sicarios operaron con gran eficiencia y rapidez. Alentados por la pasividad de las autoridades internacionales y amparados por la indiferencia de la población, de sobras habituada al equivalente electrónico, los terroristas saquearon por doquier. Miles de hojas de papel fueron pasto de las llamas, culpables de anacronismo y merecedoras por tanto de la máxima pena.
La actividad de Fahrenheit 451 fue tan exhaustiva, tan profesional, que en cuestión de meses no quedó anticuario, desván, biblioteca o galería sin arrasar; ni colección pública o privada que se librara de la profanación y ulterior quema. El fuego, aún más antiguo que la tinta o el papiro, brilló con intensidad alzándose petulante sobre las sordas conciencias de los hombres. Insensibles, en semejante ritual únicamente acertaron a ver el tramo final de una transición necesaria; otro paso en la evolución, otro hito de la Era Digital.
Solo unos pocos disidentes, en la intimidad y en el más triste de los silencios, se atrevieron a evocar durante unos segundos la imagen de libros abiertos, de tapas ilustradas, de páginas impresas. Solo ellos fueron conscientes de lo que habían perdido.
Porque seguirían leyendo y releyendo El Nombre de la Rosa, pero jamás volverían a probar su veneno.

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