Empire State, de Adam Christopher

Arañas radiactivas, rayos cósmicos, mutantes, devoradores de mundos, planetas vivientes, cyborgs, alienígenas, universos paralelos… Es innegable que muchos de los elementos predominantes en los cómics de superhéroes se nutren de elementos archiconocidos para los aficionados a la literatura de ciencia ficción. Quizá debido a la potencia plástica de su iconografía, sin embargo, por muchos pilares prospectivos sobre los que se asiente, un tebeo de superhéroes siempre va a ser eso mismo, un tebeo de superhéroes. Y, quizá también por eso mismo, una novela de ciencia ficción con elementos superheroicos siempre será… una novela de superhéroes. Como si el subtexto alegórico y simbólico consustancial al género superheroico antagonizase con cualesquiera que sean las virtudes necesarias para que la identidad de una novela de ciencia ficción no se diluya.

Empire State, el debut literario de Adam Christopher, aspira a trascender esas ataduras y convertirse en algo más que una «simple» novela de superhéroes. Tal vez obedezca ese aparente desapego a que, como se desprende de las diversas entrevistas que ha concedido hasta la fecha, el autor contaba veinticinco años de edad cuando leyó su primer cómic; sería natural, por consiguiente, suponer que en el tiempo transcurrido hasta la fecha es improbable que haya desarrollado una afinidad excepcional por el género. Sin embargo la atmósfera que impregna las páginas de Empire State es predominantemente noir, y su mismo artífice reconoce asimismo que no leyó su primera novela negra antes de cumplir la treintena. Los caminos de la inspiración son inescrutables, no obstante, y Christopher asegura que aquel primer 2000AD y aquel primer Chandler, respectivamente, le dejaron una huella tan profunda que, cuando por fin le picó el gusanillo de las letras, supo que debía componérselas como fuera para combinar ambos géneros.

El híbrido resultante es una historia de detectives con corazón de ciencia ficción, una novela negra con superhéroes ambientada en el Nueva York de la Ley Seca y en el «Empire State», como se refieren sus moradores a una deslustrada versión de Manhattan embozada en la niebla y el calabobos. Pueblan sus páginas fisgones profesionales caídos en desgracia, de los de gabardina arquetípica y sombrero de fieltro; damiselas en apuros de turbio pasado; encallecidos contrabandistas del ansiado licor qué sólo puede adquirirse en un selecto número de antros clandestinos, junto con una ración de información más o menos privilegiada en función de la propina; matones más rápidos con los puños que con la sesera cuyo hábitat natural son las callejuelas de sórdido aspecto, ideales para desembarazarse de comprometedores fiambres.

Pero también aguardan al lector de Empire State personajes y escenarios menos mundanos: justicieros enmascarados de capa ondeante, villanos encapuchados de aviesas intenciones, criados robóticos, gigantescas aeronaves de hierro, acorazados que zarpan para no volver a ser vistos jamás, guerras contra adversarios invisibles, híbridos de hombre y máquina, grietas interdimensionales y universos alternativos. Son muchos los ingredientes que componen el menú que nos ofrece Adam Christopher, como se puede comprobar. Tal vez demasiados. Es indudable que la novela se yergue sobre unos ambiciosos cimientos argumentales, reñidos en ocasiones con la pericia narrativa de un, no lo olvidemos, debutante en la cada vez más implacable arena de las letras. Pero no seré yo el que bañe de brea y emplume a un escritor cuya primera novela resulta no ser absolutamente redonda; las carreras literarias existen, después de todo, para mejorar, progresar e ir de menos a más.

Sí considero pertinente, no obstante, señalar aquellas carencias de las que, siempre a mi juicio, adolece una de las principales apuestas del año de Angry Robot, editorial de catálogo por lo general muy atractivo. Quizá la más flagrante, por tratarse de lo que ha llegado a publicitarse como «la historia de Superman que podrían haber escrito juntos Raymond Chandler y Philip K. Dick», sea el escaso protagonismo de los tan cacareados superhéroes que supuestamente constituyen el fulcro de la trama. Bien es cierto que el narrador omnisciente nos avisa en un par de ocasiones de que la Edad de Oro de los justicieros enmascarados ya quedó atrás en el marco temporal donde se desarrolla la acción, pero aun así… A falta de pijamas de colores, el peso de la historia recae sobre los hombros de Rad Bradley, un detective privado tan, pero tan fiel a su molde por un lado (el despacho decrépito, los horarios trastocados, los diálogos interiores bañados en vapores etílicos) y tan desleal al mismo, por otro (esas dotes deductivas más bien justitas, ese guiñapo abonado a morder el polvo en todas las trifulcas, ese principal impulsor de la acción y, al mismo tiempo, títere mayor de la misma), que si consigue suscitar un mínimo interés es más por perplejidad que por simpatía.

Bien es cierto que el elenco de secundarios nos depara más alegrías, aunque sin salirse de esquemas trillados hasta la saciedad: el adinerado excéntrico de avanzada edad que vive en una mansión repleta de prodigios mecánicos e información oportuna, el reportero ultrafisgón que se empeña en llegar a cualquier precio hasta el final con sus pesquisas… No, definitivamente, Empire State no es una novela de personajes. Por desgracia, ni el escenario ni la época, los protagonistas más seductores del libro, consiguen brillar en todo su esplendor. El primero, por razones íntimamente ligadas a la trama que preferiría no destripar (aunque aquellos aficionados al cómic que conozcan la historia de la ciudad de Kandor o estén familiarizados con las apariciones de Phillip Masters en la serie de los Cuatro Fantásticos, por ejemplo, enseguida se olerán por dónde van los tiros). Y la segunda, porque al transcurrir la mayor parte de la acción en la ciudad del Empire State en vez de en la de Nueva York, cede el protagonismo de la Prohibición, el hampa, el Crac de la Bolsa y la Gran Depresión a un combinado de pulp y retrofuturismo bastante más insulso de lo que esos componentes sugieren.

Lástima, en cualquier caso, porque podría haber sido un debut realmente notable. En retrospectiva, no obstante, tampoco puedo negar que hubo giros inesperados en el devenir de la trama y revelaciones imprevistas que consiguieron que mi interés por la historia repuntara una y otra vez, hasta un final previsible pero no por ello menos explosivo. Para quienes, como yo, crean que Empire State se habría beneficiado de una mayor presencia superheroica en sus páginas, cabe felicitarse por los distintos rumores que apuntan a que Seven Wonders, título de la próxima novela del autor, con fecha de publicación prevista para agosto de este mismo año, se propone suplir esa carencia. Entretanto, siempre podremos matar el gusanillo investigando WorldBuilder, un proyecto de colaboración conjunta que abarca muy diversas y sugerentes propuestas artísticas, desde juegos de rol a fotografías, todo ello inspirado siempre en el mundo imaginario de Empire State. Especialmente recomendable «The Biggest«, de James Patrick Kelly, relato que comparte ambientación con la novela de Christopher y en el que, para mi gusto, se acierta de pleno tanto con la caracterización de los personajes como con el tono general de la historia. No en vano, la veteranía es un grado.