La máquina génesis, de James P. Hogan

Vamos a poner que uno es un adolescente un tanto impopular en su instituto. Un poco regordete; no mucho, lo suficiente para que, de vez en cuando, alguien diga “bola” a tu paso. Con su pizca de acné, su despiste para eso de vestir elegante o a la moda, y un total y absoluto fracaso con las chicas. Digamos que lo único bueno que tiene ese hipotético adolescente es que es un empollón de tomo y lomo. De los que no sacan menos de 8 y estudian poquito. Un cerebrito privilegiado que, además, está especialmente dotado para las ciencias, abonado al 9’95 en física (porque el de física es un capullo que nunca pone un 10 basándose en paridas como que el 10 es la perfección y ningún examen es perfecto) y al 10 en matemáticas (que es otro profesor igual de capullo pero con un extraño sentido de la justicia con las notas).

Si ese pobre desgraciado existiese y estuviese más solo que la una, siendo además carne de colleja en los recreos, podríamos especular con que leyese libros como una forma de curar la soledad y las calamidades que la vida le ha colocado en el camino, y La máquina génesis de James P. Hogan sería una de las lecturas que, probablemente, le apasionasen. Más que nada porque el libro es chulo, da sensación de calidad. Igual la traducción le parece un poco rara a trozos, como si hubiese sido hecha por alguien del otro lado del Atlántico, pero nuestro adolescente no es muy exigente con el tema y obviará con facilidad este ligero escollo. Además, la portada es impresionante como ella sola. Discreta, comparada con otras de la editorial, pero igual de potente. Es seguro que a nuestro adolescente el término pulp no le suena lo más mínimo. No seamos malos con él y no le soltemos el rollo correspondiente. Respetemos su inocencia.

Bueno, al principio es seguro que se encontrará algo desconcertado. No creo que mirase en la letra pequeña de las primeras páginas (¿quién lo hace?), por lo que desconocerá que el libro se escribió en 1978. Por tanto, el futuro que aparece en la novela (un futuro ambientado en 2007) le sonará a chino. ¿Guerra Fría? ¿Occidente democrático contra malvados comunistas chinos? ¿El Tercer Mundo alzándose contra los países ricos a golpe de misil? Pero, una vez que hubiese descartado esta pequeña incongruencia, el resto le parecerá una auténtica maravilla.

Porque hay que saber que en las diez primeras páginas de La máquina génesis, Hogan se inventa una nueva física que manda a hacer gárgaras a la relatividad de Einstein y a la mecánica cuántica. Una física sorprendente en la que, básicamente, es posible sacar energía, materia, gravedad y lo que de la gana de la nada y a coste energético cero.

Digo yo que ese tipo de cosas le deben de molar mogollón a chicos como nuestro adolescente. A servidor de ustedes, que es de letras y no distingue una ecuación cuántica de un escarabajo pelotero, todo esto le aburre soberanamente. Especialmente porque Hogan coloca esta información en larguísimos párrafos de varias páginas que se repiten más que el ajo. Cada 50 páginas hay una reunión científica en que hay que explicarle a alguien la nueva física de las narices y vuelta a soltar el mismo rollo. Como decía, aburrido al principio, y aburrido o peor las otras tropecientas veces.

Pero nuestro adolescente perdonará esta torpeza porque, seguramente, se siente fascinado por el protagonista del libro: Brad Clifford, genio de la física, joven, guapo, listo, desenfadado y que se ha ligado a un bombón que le perdona todas sus excentricidades. Clifford es la repera, el único que conoce al dedillo la nueva física y el único que es capaz de plantarle cara a esa pandilla de aburridos y estúpidos funcionarios de Washington que se niegan a prestar más fondos para investigación pura y que prefieren centrarse en la Tercera Guerra Mundial que está a la vuelta de la esquina.

Un inciso. La verdad es que, después de haberme encontrado en tantas novelas de ciencia ficción a tantos funcionarios y administradores rácanos con los fondos, de aspecto gris, oscuras motivaciones (del tipo: no quiero que me echen a la puñetera calle por culpa de este científico idiota, tengo una hipoteca que pagar) y nula capacidad para lidiar con genios prepotentes y extravagantes, estoy empezando a cogerles cariño. A fin de cuentas, los pobres sólo intentan controlar el déficit, que parece que es una cosa importante en esto de la economía, pequeños héroes de nuestra sociedad post-capitalista (o lo que sea)

Pero bueno, como decía, es seguro que nuestro adolescente no haga mucho caso de estos infelices gestores y prefiera disfrutar con el muy listo y muy guapo Clifford y su extravagante pero igual de listo y fiel amigo Philipsz, otro científico brillante.

Que Clifford mande a tomar viento su trabajo porque no quiere que Washington (ya ven, el que paga) le controle, le emocionará. Que su mejor amigo (él, que no tiene amigos) le imite, le hará aplaudir. Que su mujercita (muy lista también pero sólo radióloga, que da menos caché, y sólo a tiempo parcial que el resto de la semana hay que cuidar la casa y adorar a Clifford el genio) aplauda la idea y no se plantee cosas tan mundanas como las facturas, seguro que le hará babear (máxime cuando uno a las chicas sólo las ve de lejos y con el ceño fruncido).

En fin, no sé si les suena el concepto fantasía masturbatoria para adolescentes. ¿Sí? Pues por ahí van los tiros, sección científicos geniales contra el mundo para ser más exactos.

Estos científicos que son la pera, la verdad. Tienen hasta un código ético que les dice que eso de la Tercera Guerra Mundial es idiota y que no van a mover un dedo para participar en ella. A pesar de que esta nueva física les proporciona el ARMA DEFINITVA (mucho tardaba en llegar) que va a mandar a hacer puñetas a toda esa panda de rojos maoístas que andan cerca de dominar el mundo. Y es que Clifford dice, enfáticamente (porque él siempre habla enfáticamente), que no piensa participar directamente en la muerte de un solo ser humano (énfasis estruendoso en “un solo”). Eso es Ética, sí señor, y no el coñazo que enseña el de filosofía que está medio chiflado y no hay Dios que le entienda. Por cierto, ¿les he comentado que los chinos han invadido Corea del Sur y Taiwán? ¿Qué hay una guerra civil en la India donde se está empleando armamento nuclear táctico? Puede que nuestro adolescente esté lanzado y no se de mucha cuenta, pero a mí esta ética científica de nuestro protagonista me chirría un poco, ya ven.

Al final Clifford se convierte en Dios. No, no trasciende la carne ni nada de eso. Simplemente demuestra ser más listo que nadie en todo el planeta, se la juega al gobierno de EE UU, a los jodidos chinos y a toda la comunidad científica internacional. Él solito se hace con el control del ARMA DEFINITIVA (a fin de cuentas es su invento) y se coloca en la posición de juzgar a toda la Tierra. El mensaje es claro: o dejáis de jugar con vuestras guerritas o me enfado y os mando a todos a la Edad de Piedra. Ni que decir que los gobiernos del mundo se lo hacen en los pantalones y se rinden a Clifford. Las guerras quedan prohibidas, los científicos gobiernan el mundo, hay pasta gansa para la investigación pura, todos felices y, me imagino, poniéndose ciegos a perdices.

No está mal para 350 páginas. Y no, no voy a desvelar cómo se las apaña Clifford para convertirse en “el emperador de todas las cosas” en un pis pas. Léanse la novela y disfruten de una argumentación con más agujeros que un queso de Gruyere. Pero no olviden que nuestro adolescente ya ha debido de alcanzar el séptimo cielo y se ha tragado todo sin complejos. Andará cercano al éxtasis pensando que de mayor será como Brad Clifford, se ligará a la más maciza de la clase, salvará al mundo, ganará un par de premios Nobel y ridiculizará a ese cabrón que le da collejas en los recreos y que no va a pasar de administrador de tercera.

Claro que a lo mejor el lector de este libro no es un adolescente con acné, sobrepeso y pasión por la matemáticas. Igual es un adulto encallecido, con unas cuantas lecturas detrás y una visión más madura del mundo. Igual todo esto no le hace mucha gracia y no entiende el por qué de esta confianza en Hogan, un tipo que solo puede calificarse como un autor de tercera, al que únicamente se le había publicado una mediocre novela en 1986, Herederos de las estrellas, la primera de una saga de cinco libros; el resto estaban inéditos en nuestro país porque a nadie le debió de gustar el primero. Bueno, a Miquel Barceló sí, pero Barceló siempre ha sido un poco rarito. Dice que Hogan recuerda a Heinlein… Y, sin embargo, nuestro autor está viviendo una segunda juventud aquí en España, con tres novelas publicadas en los últimos tres años (a cual más mala, aunque ésta se lleva la palma).

En fin, es una de esas cosas sencillamente imposibles de entender. Ómicron fue responsable de los otros dos truños de Hogan y así le ha ido. Vía Magna, una joven editorial, se ha decidido a seguir sus pasos. Ellos verán, pero no sé si visto lo visto es una buena idea.

2 comments

  1. Creo, sinceramente, que el motivo de criticar de manera tan dura a este autor no se encuentra en la impresión que provocan sus libros en un «adulto encallecido, con unas cuantas lecturas detrás y una visión más madura del mundo» :), sino en que, por ser tú un chaval de letras que se ligaba a las chicas «intensas» del instituto gracias a un ejemplar de «Cartas a un joven poeta» bajo el brazo ;), no alcanzas a comprender la imperiosa necesidad de fantasía masturbatoria para adolescentes que tienen los de ciencias puras :D.

    Un saludo.

  2. Si en mi instituto alguien aparecía con un libro de poesía, las chicas, con suerte, simplemente se reían de él. Con suerte…
    No me comí una rosca en aquellos años adolescentes, que los de letras también pasabamos hambre. De hecho, y sin querer ser sarcástico, creo que era más importante tener una buena moto que leer a Neruda o resolver ecuaciones cuánticas. Y, claro, las fantasías masturbatorias eran necesarias, pero a mí me ponía más «Dune», a que negarlo. Era igual de fantasma que esta pero estaba mejor hecha. Y, por desgracia, ya no tengo 15 años.

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