Resulta complicado hacer avanzar un subgénero; más aún si éste ha aportado grandes obras que han logrado calar en los referentes culturales más extendidos.
Fahrenheit 56K es un intento de recreación contemporánea de 1984, especialmente, y en menor medida la obra de Bradbury y de Huxley. Por ese motivo utiliza como decorado elementos actuales como internet, base para desarrollar buena parte de los diálogos (a través de chat y Messenger) o se hace eco de debates que se están desarrollando hoy en día (como la prohibición del velo).
Trata de hacerlo, además, mediante una obra de teatro, lo que resulta, más que un riesgo, una verdadera muestra de ingenio literario, pues es el género que mejor se adapta a sus necesidades.
Sin embargo, Fahrenheit 56K se queda en un mero aparato transparente con el que enunciar en primera persona el pensamiento de su autor.
Utiliza pocos personajes, que tienen carácter simbólico, de oposición entre sí pero que resultan tremendamente planos y maniqueos. No emplea un decorado propio, sino los escenarios de las distopías clásicas: se aplican las mismas medidas para ejercer el control ideológico (se habla de “crimen mental”, calco del “crimental” orwelliano, e incluso del “Ministerio de la Verdad”), existe un Partido y un Líder, con su Pensamiento Único y sus custodios. De hecho, los personajes de la obra leen fragmentos de 1984, Fahrenheit 451 y Un mundo feliz y analizan sus fallos y aciertos, pero siempre con el enfoque de la verosimilitud, de enjuiciar si acertaron sus autores o no al predecir una sociedad distópica (cuando es bien conocido que para crear el efecto distópico se ha recurrido a la hipérbole, y nunca se ha buscado adivinar el futuro, sino alertar sobre el rumbo del presente.
Por su parte, las escenas se basan en debates, con sus argumentaciones y réplicas correspondientes, sobre los que se vuelve para ahondar en ellos y aclararlos al máximo. Es más, ese afán reiterativo también se produce con algunos hechos de la trama, que son enunciados en varias ocasiones (incluso con frases literales) y que, antes que asegurar que el lector lo tiene claro, más bien le sacan de la lectura al proporcionar la sensación de que se está repitiendo para remarcar algo que ha quedado ya suficientemente especificado.
Ese mecanismo de debate se convierte en algo apabullantemente obvio cuando Querol llega a presentar uno en el cual se utiliza sólo una oración como réplica constante, una objeción muy concreta a una exposición, frente a un largo párrafo donde se argumenta y se defiende la línea de pensamiento mantenida por el escritor. Es más, incluso utiliza una escena completa, de ocho páginas, para reproducir un discurso de El Inquisidor (el personaje más simple y plano de toda la obra) en el que justifica el estado político actual: la represión de la discrepancia. A continuación usa otra con una respuesta (consensuada entre los dos personajes positivos; idealización también del propio proceso de creación de discurso).
Aunque las exposiciones transmiten ideas trabajadas, son reiterativas y terminan por abrumar al no avanzar ni sobre el propio discurso ni sobre el aparato literario. La exageración de las posiciones del Poder cae en la desfiguración, casi en el ridículo, lo que, a la postre, desvirtúa el debate. No se le puede tomar en serio.
Aunque el autor plantea una actualización de la distopía, no lo consigue en absoluto. Actualiza algunos elementos del decorado (las acotaciones nos remiten a un escenario frío, sólo vestido con mesas, ordenadores y micrófonos), pero no atiende a la evolución sociológica (más que al tema del choque con los musulmanes en sociedades cristianas). Pensemos en otros títulos que sí lo consiguen, como Jennifer Gobierno, de Max Barry, para comprobar cuánta distancia existe entre ambas propuestas. Eso sí, el escritor realiza una apuesta total por internet como medio de difusión de pensamiento crítico.
De este modo, podemos decir que Querol propone un debate ideológico en un contexto distópico insuficientemente trabajado, totalmente dependiente del marco tradicional del subgénero. Aludía antes a la adecuación de la opción del género dramático para desarrollar esta obra, para poder emplear con abundancia, sin demérito, el diálogo, y moverse con rapidez entre escenarios. Sin embargo, falla en Fahrenheit 56K la ausencia de conflicto, de tensión, la ausencia de movimiento, los personajes planos y una trama en exceso predecible, que hacen de esta obra de teatro un texto fallido.
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