Milivatios y megaterios

En un viejo rancho, el matrimonio formado por Martha y Benjamin vivía con calma y sencillez en medio de ninguna parte. Su único sobresalto había sido Bill, un hijo tardío cuya concepción había sido motivo de gran alegría hacía ya quince años. Desde entonces, la pareja se había propuesto conseguir para él lo que a ellos se les había negado y por ello lo habían mandado a la ciudad para estudiar, más allá de la ignorancia, falta de estímulo y el aislamiento de su hogar. No es de extrañar entonces que, cierto día, pudiera verse a Martha casi babeando cuando el chico, en su visita de fin de semana, contara a su madre la última anécdota en el instituto:

—Mamá, ha sido estupendo. Hoy, por haber sacado un diez, el profesor de ciencias me ha enseñado un láser de semiconductor de un milivatio. Me ha dicho que si seguía con esas notas me lo regalaría.

—Me pones muy contenta, hijo mío. —Martha desbordaba de gozo—. Pero… ¿qué es eso de “láser”?

Bill dudó un momento, comprendiendo la dificultad que el concepto presentaba para su madre.

—Pues es… como un aparato que da una luz muy especial.

La sonrisa de la mujer duró toda la tarde. Aún le lucía sobre el rostro con indeleble fulgor cuando, ya en la cama con su marido y al amparo de la noche, le confiaba a éste con orgullo:

—Ben, el chico está aprendiendo mucho. Hicimos bien en vender aquellos caballos para que estudiara en la ciudad. ¡Su profesor le va a regalar una linterna de diez milivoltios!

—Ya sabía yo que Bill valía para los libros —respondió el padre, dichoso.

Al día siguiente, a un inflado Benjamin le faltó tiempo para hacerse llegar al rancho de su hermano, a unas cuantas millas de distancia, y soltarle en cuanto pudo introducirlo en la conversación:

—…y es que tienes un sobrino muy listo, Robert. Le ha arreglado al maestro una lámpara de diez voltímetros.

—Me alegro mucho, hombre —dijo el aludido, impresionado—. Dale la enhorabuena de mi parte.

Robert quería mucho a Bill; había jugado con él de pequeño en infinidad de ocasiones y sabía de su mente despierta. Cuando Larry, un amigo de la ciudad que le compraba reses con frecuencia, le llamó para hacerle una consulta, el hombre apostilló:

—Si es que era muy fácil de entender, Larry. Seguro que Bill, mi sobrino, lo hubiese pillado a la primera. Es tan espabilado que ha inventado una bombilla de cien megaterios.

—Vaya, vaya…

Dos días después, un avezado contingente de marines, SWAT y otros cuerpos de élite coordinados por el FBI, que a su vez era vigilado de cerca por la CIA, sitiaban literalmente el instituto donde Bill cursaba sus estudios. La voz de un exasperado teniente coronel, encorvado por el peso de sus galones, no tardó en oírse claramente por encima de todos.

—Bien, y ahora que están rodeados… ¿se puede saber quién es el malnacido que ha fabricado una bomba de cien megatones?