Al fin ocurrió: un autor de ciencia ficción, que no la visita circunstancialmente sino que la conoce y frecuenta, se ha convertido en parte del panorama literario español. El hecho se ha producido por una vía inesperada: no ha sido un escritor del fandom como éste siempre deseó, ni un advenedizo que se haya convertido en estandarte empleando las herramientas del género para embaucar a los legos. Es algo distinto, tal vez más efectivo.
José Carlos Somoza se labró primero un prestigio en el campo de la novela policiaca y ha llegado a los argumentos de ciencia ficción por una evolución personal singular, por una búsqueda de la originalidad en sus planteamientos, a la caza de crear obras de entretenimiento con calidad. Y El cebo es, de las novelas ligadas a la ciencia ficción que le he leído, la más redonda, y también la más somociana: tiene la sustancia de Clara y la penumbra y el afán popular de Zigzag, siendo más amena que la primera y nada obvia como la segunda. Con lo que, en resumen, resulta un besteller de calidad, una novela absorbente e inteligente, que en algunas ocasiones opta por el camino fácil sin por ello desmerecer en su resultado final.
Además, y a diferencia de la práctica totalidad de las ocasiones en que un escritor “externo” -por mucho que Somoza no lo sea del todo- entra en la ciencia ficción, El cebo es una obra sólidamente asentada en una idea original. En el mundo del inmediato futuro en que se desarrolla el argumento, la psicología ha desarrollado una rama, la psinómica, que se dedica a describir perfiles de carácter según la forma en que cada individuo obtiene el mayor placer. La protagonista, Diana Blanco -el nombre es buen ejemplo de los variados detalles facilones que salpican la novela y que impiden que, a mi juicio, se haga merecedora de un sobresaliente-, es agente de un cuerpo secreto. Son cebos especializados, capaces de atraer a asesinos múltiples haciendo pequeñas representaciones simbólicas de sus filias, lo que se denominan máscaras: sucesiones de gestos que proporcionan placer, “enganchan” al espectador según su personalidad.
Somoza muestra su habilidad al convertir esta rebuscada base argumental en consistente, y la trufa además de detalles sabrosos: por ejemplo, continuas referencias a Shakespeare, al que se atribuye haber descrito las distintas filias existentes, de manera simbólica, en sus obras. O la indagación en esas máscaras como fuente de placer, en una forma de adicción que es empleada por los expertos en esta ciencia, convertidos en supremos manipuladores.
Blanco está a punto de abandonar su labor como cebo, que es desempeñada sobre todo por jóvenes de pasado tortuoso adiestrados por un siniestro demiurgo, cuando se ve progresivamente implicada en la investigación para detener a El Espectador, un asesino que no parece responder a ninguno de los 58 perfiles de filias conocidos. La implicación de su hermana pequeña, cebo inexperto, le obligará a sumergirse del todo en el trabajo. Y Somoza sabrá explotar todos los rincones de su idea de forma exhaustiva, convirtiendo esa investigación en pináculo y hecatombe de la psinómica, a lo largo de una trama apasionante.
Porque el libro, esta es su mayor cualidad adicional, es de verdadero enganche. Tramas, subtramas, trampas y recovecos se ocultan en cada página, y lo que es mejor, de manera nada confusa. Hay momentos de horror verdaderamente memorables, dignos de recuerdo, y sin los recursos pedestres que me dejaron totalmente al margen en la lectura de Zigzag. La ambientación de inmediato futuro es tenue pero eficaz, el ritmo intenso y el estilo diáfano, con especial brillantez en escenas de acción.
En el debe, sólo algunos detalles y una ocasional sensación de superficialidad, por ejemplo, en el acabado de personajes, que en algunos casos de cierto protagonismo -la pareja de Diana o sus jefes salvo el más destacado de ellos- pueden describirse con apenas un par de adjetivos. Con todo, el balance es plenamente satisfactorio, logrando por momentos esa casi inédita cuadratura del círculo -en particular en la literatura española- que es la de hacer una novela comercial con numerosos tropezones sustanciosos. Imprescindible, desde ya, para aficionados al género de todo pelaje, que sin duda la disfrutarán bastante más que los lectores no especializados.
Genial. José Carlos Somoza podrá ser ajeno al fandom, pero en absoluto lo es a la ciencia ficción. Sabe un huevo de ciencia ficción, y sobre Lovercarf es un auténtico experto y un entusiasta. Con «La llave del abismo» me dijo que quería demostrar que se podía publicar auténtica ciencia ficción en una colección generalista. A mí esa novela me fascinó («Zig-zag» me hizo levantarme a las cuatro de la mañana para seguir leyendo, algo que no me había pasado desde hacía muchos años), y no le ha debido de ir tan mal cuando continúa por el camino de la cifi en su siguiente libro. Va a ser lo próximo que lea sin ninguna duda.