Entre las obras que navegan por aguas indefinidas por las distintas corrientes de la literatura no realista, siempre me han llamado la atención de forma especial las que podríamos denominar “de países imaginarios”. Son las que se desarrollan en lugares que no existen, pero que tampoco tienen ningún elemento futurista o fantástico; simplemente, su ubicación geográfica y condiciones sociales son trucadas por el autor con propósitos generalmente alegóricos. Es decir, son escenarios diseñados artificialmente para convertirse en campos propicios a la parábola, sin que en ellos se incluya casi ningún elemento no realista más.
Dentro del género propiamente dicho, sólo recuerdo que Ursula K. Le Guin haya concebido ubicaciones de este tipo, aunque ciertos elementos imaginarios ocasionales puedan acercar su trabajo más al de los lugares concebidos por ejemplo por el realismo mágico sudamericano. Fuera de la ciencia ficción, este tipo de construcciones son en cambio una de las vías más frecuentes por las que la literatura realista se ha adentrado en campos que podríamos calificar como prospectivos. Quiero hablar aquí de tres obras que me parecen especialmente destacables en este terreno, que guardan ciertas similitudes y que son de lectura muy aconsejable para cualquier lector; las que podríamos denominar como «las tres grandes obras sobre el enemigo exterior».
El pasado año fue reeditada en castellano por Tusquets Sobre los acantilados de mármol, de Ernst Jünger. Escrita poco antes del comienzo de la II Guerra Mundial, la mayor parte de los debates en torno a ella se centran en ese soporífero tema de la condición profética -o no- del texto. A mi juicio, lo que Jünger hizo fue verter en ella las conclusiones de su observación de la realidad europea del momento, captar el estado de ánimo general ante la existencia de una nación agresiva como la alemana.
Con un tono pastoril, repleto de referencias agrarias y una notable idealización del pasado, Jünger retrata La Marina, un país más o menos feliz que se ve amenazado por sus agresivos vecinos a las órdenes del Guardabosques Mayor. Hay que señalar que la crítica de Jünger al nazismo era desde un punto de vista conservador, juzgando al monstruoso estado concebido por Hitler como una amenaza para la vida sencilla de Centro Europa; los hermanos protagonistas, por ejemplo, viven entregados a la práctica de una especie de botánica mística.
Además de los paralelismos entre la situación política continental y la descrita por la novela, ésta termina con un arma definitiva que igualmente recuerda, a posteriori, el empleo de armas nucleares contra Japón para terminar la guerra mundial. Sin embargo, Jünger insistió repetidamente en que no había ningún propósito profético en su trabajo. El pensador y escritor alemán volvió bastantes años después a los territorios del género con una intencionalidad política con su distopía Eumeswil (en castellano, en Seix Barral).
Un año después de Sobre los acantilados de mármol, un escritor del otro gran país europeo del Eje, Italia, publicaba una novelita igualmente inspirada en su realidad social. Hasta hoy, El desierto de los tártaros (última edición en castellano en Gadir) está considerada como la obra maestra de Dino Buzzati. Se trata de un libro breve, también con un cierto aliento poético minimalista, pero más claro en su denuncia de la situación vivida por su país bajo el fascismo pese a su escenario igualmente alegórico.
En este caso, retrata la mutación que va viviendo un joven oficial a lo largo de su estancia en una ignota fortaleza, permanentemente preparada para la supuesta invasión de un enemigo nunca visto. Cuando llega allí, el protagonista siente un profundo rechazo; sin embargo, progresivamente, la vida militar y la camaradería le hacen integrarse en la kafkiana situación que vive. Evidentemente, Buzzati, que comenzó a redactar el libro cuando se encontraba en Etiopía como corresponsal de guerra, está hablando de su entorno directo, de la forma en que una sociedad como la italiana terminó por acomodarse a las mentiras impuestas desde arriba.
El sudafricano J.M. Coetzee retoma cuatro décadas después de manera obvia el tema en Esperando a los bárbaros (traducción más reciente en Mondadori), si bien le da la vuelta al presupuesto de Buzzati entroncando en cambio con la construcción distópica tradicional: el protagonista, el Magistrado, forma parte del sistema y se rebela contra él a medida que descubre su verdadero rostro cuando unas tropas llegan a su ciudad con la intención de protegerla de una supuesta amenaza. Poco a poco, sin embargo, será evidente que el fin verdadero del ejército no es otro que el control, y el Magistrado sufrirá intensamente por su capacidad para ver la realidad y su deseo de preservar su entorno.
Si las dos obras previas hablaban de la situación en la Europa de mediados del siglo XX, Esperando a los bárbaros es un inspirado reflejo del occidente actual, de sus contradicciones y de la forma en que se afrontan los retos del nuevo siglo; puede que en origen Coetzee estuviera hablando del apartheid en su país, pero cualquiera puede pensar de inmediato en situaciones como las de Iraq. Curiosamente, se trata de una obra de lenguaje y temática mucho más directos que los anteriores, pese a lo cual no pierde en eficacia en su denuncia; bien al contrario, Coetzee muestra ya en esta obra temprana su enorme capacidad para la descripción, para la empatía y también, para qué negarlo, para la tortura mental o física de sus personajes.
Me viene a la memoria El país de las últimas cosas de Paul Auster. Aunque no recuerdo exactamente si tenía lugar en un país imaginario porque prácticamente la he borrado de mi cabeza. La tengo en mi lista de novelas que menos me han gustado.
El de Jünger no lo conocía, los otros dos son magníficos. Tomo nota.