Los relojes de Alestes, de Víctor Conde

Los relojes de Alestes es una novela necesaria para los vernéfilos. Personalmente, he disfrutado como un enano leyéndola.

Siempre sospeché que el viaje a la luna de Barbican encerraba algo más que un pique entre artilleros y fabricantes de blindajes. ¿Qué pinta el vivalavirgen de Michel Ardan? ¿Cómo se entiende que el Baltimore Gun Club le incluyera en la operación solo por ser simpático y aportar dos chuchos? Está claro que Ardan era del servicio secreto francés, en una operación de la Entente Cordiale dirigida desde el observatorio de Cambridge para expandir al espacio la hegemonía de los imperios coloniales.

Víctor Conde completa la ucronía en Los relojes de Alestes. Narra la respuesta ruso-prusiana al reto espacial. Un planteamiento, una carrera espacial en un ucronizado XIX, que no puede ser más sugestivo, al menos para mitómanos vernianos confesos como el que suscribe.

Pero es que, encima, Conde nos relata esta epopeya steampunk desde el corazón de la obra verniana. Todos los personajes parecen salidos de Héctor Servadac o de un artefacto de Nemo. Tienen esa impronta tardo-romántica teñida de positivismo decimonónico, que aunada a los inventos a vapor que desfilan página tras página nos proyectan a una aventura de Brindavoine, del genial Tardi. Ciudades de acero y válvulas que emergen de la estepa rusa.

Y este es el principal acierto de Los relojes: la capacidad de Conde de reconstruir la ideología verniana para dar credibilidad al relato. Hasta el extremo de obligar a sus personajes a expresarse en el estándar florido y cursi del lenguaje culto de 1880. Donde la luz de los faros es “pulsátil”, las catedrales se alzan “esplendorosas” y cuando uno escribe no puede dejar de apostillar al modo romántico: “¿me atreveré a describir el horror que me embargó…?”  Bien, en realidad, los protagonistas no hablan así siempre, no… Lo hacen cuando interesa, sin interferir en la legibilidad de la obra y dando cuenta así del talento narrativo de Conde. Excepción a lo dicho es la correspondencia privada de Ginka, la virginal novia del protagonista, el agente secreto prusiano Nordhal Drass. Aquí la ambientación romántica –que evoca a Axel Lidembrock y su musa la “bella vinlandesa”- tal vez resulte excesiva. Pero creo que forma parte del alma pastichera de la novela. Eso por no entrar en las carcajadas que debían resonar en el escritorio de Conde, él mismo trasmutado en una virginal y enfadada novia de la alta sociedad branderburguesa, pasando a carta su rebote con el novio e informándonos de paso de cómo están las cosas y qué traje llevará para la boda del Káiser.

Que esta es otra. La pluralidad de puntos de vista, la elección de cinco narradores para vertebrar la historia siempre en primera persona. Se dirá que es una primera persona impostada, milagrosa, pero muy eficaz para agilizar el relato y evitar caer en el héroe clásico, omnipresente gilipollas que termina resultando insoportable para la mentalidad contemporánea. Y es que demasiado Verne empalaga.

Mezclen ingeniosa trama, enorme trabajo pastichero y documental, y una ágil estructura y tendrán una gran novela.  Que no puedo por menos que recomendar encarecidamente y, muy, pero que muy especialmente, a los amantes de Verne: volverán a ser niños.

Termino. Confieso que cuando escribo una crítica me gusta criticar. Ensañarme en los defectos de modo que la reseña sea creíble y no parezca un favorcete. En el caso de Los relojes no va a ser menos, pero me lo he tenido que trabajar a fondo, no crean.

El caso es que Víctor Conde nos escamotea parte de la verdad. Se le escapa que, en realidad, Barbican y compañía no se limitaron a orbitar la luna. De algún modo no revelado por el Gran Maestre de Nantes la expedición aliada logró alunizar. Me remito a la página 133, en la que en un mensaje entre Nordhal y su contacto con el Estado Mayor se informa que telescopios tudescos avistan destellos en la superficie lunar; posiblemente un SOS cifrado de la expedición Barbican. Nada vuelve a decirnos Conde de tan trascendental noticia, que queda como un boquete en la trama desde el que atisbar la verdad oculta. Acontecimientos posteriores desvían nuestra atención, pero considerando que la promotora de la expedición prusiana, Frau Irna Hofesntaufen, milita sin excesiva sutileza en los Iluminados de Baviera, y que su supuesto rival, el presidente interino del Gun Club, Mr. Charlyon, también (es Gran Dragón del KKK, por lo menos), sospecho que algo pasó allá arriba que motivó la censura de entre 20 a 30 trascendentales páginas. Pienso que Conde, seguramente cofrade rosacruz de la Sociedad de la Niebla, no se atrevió a desvelarnos los profundos secretos del espacio.

Probablemente, le pudo el miedo.