“Alguien me dijo que la película era antibelicista. ¡Qué estupidez! La guerra es como la lluvia, inevitable y hacer una película antibelicista sería como hacer una película anti lluvia”.
Esta afirmación tan estremecedora la realizó John Milius, uno de los guionistas de la genial Apocalypse Now en referencia al presunto mensaje pacifista de este famoso film. Se esté o no de acuerdo con Milius sobre el carácter de la película de Coppola, esta frase viene a reafirmar una de las más terribles características del ser humano como especie: la omnipresencia de la guerra.
Si entendemos por guerra el uso de la violencia de una forma organizada y social con fines políticos, hemos de reconocer que ésta es tan antigua como la propia organización del Homo Sapiens en sociedades complejas. Numerosos restos arqueológicos han constatado la existencia de conflictos bélicos en fechas tan remotas como el inicio del Neolítico (hacia el 8.000 a. de C.) y en los primeros textos literarios conservados (el mesopotámico texto de Gilgamesh de unos 4.000 años de antigüedad) se constata que la guerra ya había alcanzado para estas fechas un nivel de sofisticación y rutina bastante alto.
Como uno de los fenómenos más fascinantes del quehacer de la humanidad a lo largo de la historia, era prácticamente inevitable que la ciencia ficción se plantease desde muy pronto que lo bélico podía ser un tema interesante a tratar. De esa forma, y desde una fecha tan antigua como 1870 (con la publicación de "La batalla de Dorking" del general inglés George Chesney), la ciencia ficción militarista cobró carta de nacimiento y fue cultivada por numerosos autores, a veces como parte del decorado de sus obras y otras como eje vertebrador de su relato.
Tanto para el lector como para el escritor, este tipo de libros parecían ejercer una extraña fascinación y ser la quintaesencia de la ciencia ficción prospectiva, de aquella que nos explicaba cual iba a ser el futuro de la humanidad, o, en este caso, cuales iban a ser la futuras armas utilizadas y que conflictos se iban a luchar el día de mañana. A este respecto se ha citado muy a menudo obras como “Los acorazados terrestres” de H. G. Wells, que en 1903 anunció la existencia del tanque (cuyo estreno militar debería de esperar a la batalla del Somme en 1916), las numerosas novelas de Julio Verne que hablaban sobre submarinos (y su capacidad militar: no olvidemos que el Nautilius del capitán Nemo hunde un barco de guerra) decenios antes de que estos fuesen realmente operativos o el celebre cuento de Cleve Cartmill “Tiempo límite” de 1944, donde se describía una bomba atómica por las mismas fechas en que los científicos del Proyecto Manhattan luchaban por perfeccionar la primera de estas arma y que despertó la ira del servicio de inteligencia estadounidense (aunque las historias sobre armas de destrucción masiva y sus consecuencias son más antiguos, Wells de nuevo y Heinlein unos años antes ya habían escrito al respecto).
Sin embargo, personalmente no estoy de acuerdo con esta idea. Como bien expresó Bernard Wolfe, el autor de Limbo, la ciencia ficción no es la literatura que habla del mañana, sino la que habla del hoy magnificado y exagerado, situándolo en el futuro para poder tratarlo con mayor libertad creativa. En efecto, salvo en contadas ocasiones, y ni siquiera muchos de los ejemplos anteriores sirven (Leonardo da Vinci ya describió un tanque o algo parecido en el siglo XV, y un submarino primitivo intentó hundir una fragata inglesa en la Guerra de Independencia de Estados Unidos en el siglo XVIII), la ciencia ficción bélica no se ha dedicado a hablar de cómo serán las guerras del futuro, si no que ha copiado la mayor parte de sus ideas de campañas militares del pasado y del presente, campañas que en muchos casos han sido conocidas de primera mano por sus propios autores.
El cuento fundador de este subgénero, el ya citado "La batalla de Dorking", es modélico a este respecto. La historia cuenta, ni más ni menos, cómo sería una invasión y derrota de Inglaterra por parte de la Alemania de Bismarck. Los detalles de ciencia ficción son prácticamente inexistentes, dejando aparte su ubicación en un futuro cercano pero indeterminado. Las tropas alemanas actúan como lo estaban haciendo en ese momento en la Guerra Franco-prusiana (1870-71) y como lo habían hecho en la muy reciente Guerra Austro-prusiana (1866): con disciplina, movilidad y la potencia de fuego devastadora que le proporcionaban las nuevas armas de la Revolución Industrial, fusiles de tiro rápido y cañones rayados. En cuanto a los ingleses, actuaban como Chesney se imagina que lo harían: con ineficacia y valor. Obviamente, el carácter de militar profesional del autor hacía que estuviese bastante enterado tanto de las características del ejército inglés al que pertenecía (pequeño e incompetente) como del alemán que se acababa de convertir en el más poderoso del mundo. En cierta forma, el relato de Chesney puede verse como un ejemplo perfecto de ese subgénero llamado “Si esto continua…” en el que se critica algún aspecto del orden establecido actual y se lleva esta crítica hasta las últimas consecuencias (en este caso el precario estado del ejército inglés y el peligro del militarismo alemán). La combinación tuvo un éxito arrollador (las imitaciones se repitieron de forma exasperante en los siguientes 30 años) y el público se dejo deslumbrar por un futuro que era realmente un triste presente, como el derrotado ejército francés estaba sufriendo esos mismo años en sus propias carnes.
A partir de este momento la ciencia ficción militarista se sumó al corpus temático de este nuevo género y los cuentos y novelas de este tipo empezaron a aparecer con cierta regularidad, presentando otra de sus características innatas: su poca calidad literaria. En la mayoría de los casos se convirtieron en una especie de fantasía fetichista masturbatoria de consumo rápido y destinada a un público masculino poco exigente y fascinado por la épica bélica. Pocos de estos esfuerzos han sobrevivido hasta nuestros días, el tiempo suele ser un juez implacable en estos casos, pero para darnos una idea de hasta que punto estas historias fueron populares sólo hay que tener en cuenta que llegaron a publicarse un gran número de revistas con esta temática exclusiva durante los años dorados de la época pulp, muchas de ellas centradas en la guerra aérea, bastante futurista para estos años 20-30. La más famosa fue Dusty Ayres and his Battle Birds pero existieron otras muchas. Lo más triste de todo este fenómeno era que la mayor parte de los combares aéreos descritos en estas revistas seguían al pie de la letra los que se había producido en los cielos de Francia en la Primera Guerra Mundial y apenas anunciaban los muchos cambios que la guerra en el aire iba a sufrir apenas unos años más tarde ya en la Segunda Guerra Mundial (monoplanos de ala baja y gran velocidad, aviones cohete y a reacción, bombarderos intercontinentales, desarrollo de misiles guiados).
Con todo, algo de calidad seguía existiendo y quizás H. G. Wells fue su máximo exponente. Ya he comentado cómo en 1903 el cuento “Los acorazados terrestres” presuntamente inventaba el tanque, aunque quizás este relato sea más notable aún por describir dos fenómenos que estaban a punto de surgir en la futura Primera Guerra Mundial: el inmovilismo de la guerra de trincheras y la superioridad de las naciones industriales sobre las agrícolas. Resulta penoso observar que las conclusiones de Wells fueron fruto del estudio de la efectividad y desarrollo de nuevas armas (como la ametralladora y las fortificaciones) ya presentes en las campañas de la Guerra de Secesión estadounidense y de las ya comentadas del ejército prusiano en Austria y Francia. Especialmente porque ninguno de los militares profesionales que empujaron a Europa a la masacre de 1914-18 fue capaz ni de llegar a ellas ni de aprender de las ideas del escritor británico.
Igual de interesantes fueron los hallazgos de sus novelas Cuando el durmiente despierte (1899) y La guerra en el aire (1908). No tanto por la descripción de los combates aéreos, en muchos casos más parecidos a batallas navales que a otra cosa, como por la clarividente intuición de que en el futuro el poder aéreo sobre el campo de batalla sería el aspecto más determinante de la guerra moderna. Algo que la ciencia y los militares no descubrieron de forma total y definitiva hasta la década de los años 30 y que hoy es doctrina inamovible de todos los manuales de estrategia del mundo.
Y cómo no mencionar su obra maestra, La guerra de los mundos (1898), que inauguraría el fértil campo de la guerra interplanetaria, de la invasión de la Tierra por malignos extraterrestres y de las armas de rayos, uno de los iconos definitivos de la ciencia ficción. Pero, de nuevo, se puede argumentar que Wells no estaba inventando nada nuevo, sino simplemente aplicando las lecciones del colonialismo y el imperialismo que todo buen inglés conocía bien por aquellos años: las naciones más avanzadas tecnológicamente invaden y ocupan a las naciones más atrasadas en este campo, por muy heroica que sea la resistencia de estas últimas. Como bien sabían los hindús, maorís o zulús, a la larga, el Imperio siempre gana. Incluso en 1914, en The World Set Free, Wells llegó a anticipar la bomba atómica.